jueves, 25 de noviembre de 2010

¿Y ahora, qué?



Las circunstancias encaminan al PSC hacia una encrucijada. Los socialistas solemos incluir en nuestro breviario de citas que el PSOE es el partido que más se parece a España. No sólo porque hemos interiorizado, hasta integrarla en nuestro ADN, la unidad y diversidad de la realidad española. No sólo porque, en consecuencia, hemos patrocinado el Estado de las Autonomías como plasmación jurídico-política de aquella realidad compleja: unitaria y plural. Sino porque nuestra propia estructura como Partido se asienta, además de en el principio democrático, en la concepción federal (consagrados solemnemente nada más empezar a leer nuestros “Estatutos Federales”).

Esa concepción federal no es una fórmula magistral que nos garantice delimitar dónde terminan los intereses y el campo de la política española y dónde empieza el terreno propio de las organizaciones territoriales, en el que éstas pueden y deben definir sus propias políticas y estrategias.

No es una fórmula. Se trata de una definición, y un punto de equilibrio, que hay que encontrar y construir cada día. Cada vez que nos equivocamos, podemos bloquear nuestra capacidad política en los asuntos generales y la función de dirección política del país que corresponde al Gobierno (cuando gobernamos) o, por el otro lado, podemos quedar reducidos a la impotencia en el escenario de las Comunidades Autónomas, de cada una de ellas. Y frustrar las expectativas puestas en nosotros, en nuestro caso, por los canarios.

Los socialistas canarios no podemos inhibirnos del objetivo de facilitar la acción de un Gobierno, el de España, que con aciertos y errores --y hasta donde llega el margen de maniobra de un gobierno estatal en medio de un tifón de fuerzas financieras desatadas y desreguladas-- es la única garantía de que la crisis económica no se descargue como un cameronazo sobre quienes no la desencadenaron.

Pero, al mismo tiempo, tenemos una obligación muy seria ante la sociedad canaria: terminar con una fórmula de gobierno profundamente desgastada, recuperar el prestigio de nuestras Instituciones de autogobierno y reforzar la calidad de la democracia en el Archipiélago, para que la autonomía sea una herramienta eficaz para una Canarias más justa y con futuro.

No se lo están poniendo fácil al socialismo canario. Primero fue un acuerdo parlamentario en el, sin la firma del PSC-PSOE, se fijaban compromisos para la política canaria. “Dejando” la reforma electoral al margen de la reforma del Estatuto y, en el mismo acto, pactando nuevos desarrollos competenciales, es exactamente lo contrario de lo que hemos defendido los socialistas canarios durante demasiado tiempo.

Pero estos gestos --y el que ha tenido a bien expresar el presidente del Gobierno en el Congreso esta misma semana-- trascienden de su contenido. Que, dicho sea de paso, es bastante ridículo en el plano competencial. Su importancia real es simbólica. Y eso Paulino Rivero y compañía lo saben muy bien. Saben muy bien que esas escenas les dan pie para apuntalar su latiguillo de siempre: los partidos estatales sólo tienen en Canarias meras sucursales. En consecuencia, para qué vamos a dialogar con ellos si podemos hacerlo con sus jefes de Madrid. Ya se les trasmitirán las órdenes oportunas.

Frente a este escenario, sólo cabe inteligencia y hacerse respetar. Es más difícil lo segundo que lo primero. Porque inteligente se puede ser hasta en un arrebato de lucidez. Pero hacerse respetar no es flor de un día. Y no es fácil amojonar un espacio de autonomía, cuando se ha dado carta de naturaleza a la intervención federal en asuntos propios del socialismo canario: congreso regional, medidas excepcionales en Tenerife y en Santa Cruz…

Eso es lo malo del tacticismo. Cuando se renuncia al fuero porque conviene, no es sencillo invocarlo frente a intromisiones que no convienen. Porque esas “ayudas federales” no eran inocentes. Y cuando se reclamaron con aspavientos y se recibieron con jolgorio, ya estaban instalados todos los decorados del actual escenario en la carrera de San Jerónimo.

Y tampoco es fácil revolverse frente a esa puesta a disposición del PSC-PSOE para sacar de apuros a un Gobierno de Canarias superminoritario y desprestigiado, --como contrapartida al voto de Oramas y Perestelo--, invocando la autonomía a la que tienen derecho los socialistas canarios en los asuntos de la política canaria. Cuando se ha optado aquí, de puertas adentro de las Islas, por negar manu militari la misma autonomía a los socialistas tinerfeños en los asuntos que nos conciernen.

Porque las dos autonomías comparten la misma esencia. Y tienen el mismo reconocimiento en los Estatutos del PSOE. Por eso desde el Partido Socialista Canario hemos reafirmado tantas veces que somos el Partido que mejor representa a Canarias, al fin y al cabo un archipiélago. Y la ideología y la política de un partido no es la que predica, sino la que practica (proverbio chino o de cualquier otro sitio).

Cuando algunos de la dirigencia sienten estos días que Paulino nos quiere de rehenes, tal vez sus atolondradas cabecitas les lleven a entender lo que sentimos muchos socialistas tinerfeños cuando nos sacrifican en el altar de ATI y su Régimen. Permítanme la expresión : jode ¿verdad?.

jueves, 19 de agosto de 2010

Los mejores socialistas de Soria y del PP

Cuando Soria se refiere a los mejores socialistas, yo me pregunto: los mejores para quien? para Soria y el PP? Si yo figurara en esa categoría, estaría seriamente preocupado.

Esta bueno Soria, personaje destacado del PP de Aznar-Rajoy, que representa a la derecha más desaforada y oportunista, ensanguinada con sacar beneficios de cualquier desgracia, para hablar de oposición responsable. O de Gobierno que gobierne, cuando es corresponsable del gobierno más inepto de toda la historia de la Autonomía. Por eso los suspensos cada vez mas rotundos de la ciudadanía, en todas las encuestas.

La única verdad que dice es que algunos socialistas se aplicaron con ahínco, digno de mejor causa, a aburrir al candidato con el que ganamos las elecciones y derrotamos al propio Soria.

Pero tampoco en esto debemos llevarnos a engaño: no se trataba de la persona, sino de destruir las ideas. De destruir ideas que tienen el apoyo de los ciudadanos frente a gobiernos agotados y a los intereses que estos gobiernos representan.

miércoles, 28 de julio de 2010

Deconstruir España

Durante las largas vísperas y fechas posteriores a la Sentencia del Estatut, he oído y leído muchos comentarios. Sobre todo dos me han llamado la atención. Rezan, más o menos, así: “…se trata del encaje de Cataluña en España” o “…la Sentencia deroga el Pacto Constitucional…se ha terminado una etapa”…

España como Estado, es decir la organización política que presenta hoy la sociedad española, compleja, difícil, de pasado conflictivo y --con frecuencia—trágico, no es el fruto de un trabajo de diseño, ni mucho menos de una improvisación. Sino de siglos de acción política, de diplomacia dinástica, de guerras civiles o contra otros Estados, de persecuciones religiosas...para lograr una cierta unidad de la base social ("nacional") del Estado, condición indispensable para la viabilidad de éste.

La existencia del Estado moderno no es un fin en sí mismo, aunque demasiadas construcciones filosóficas lo hayan divinizado en el ámbito de la cultura occidental. Se trata, simplemente, de una forma de organización política que fue demostrando su idoneidad para resolver problemas básicos de una comunidad humana, en un ambiente histórico y geográfico determinado: seguridad frente a ataques extranjeros, paz en los caminos,unificación del Derecho y de la justicia y, poco a poco, consolidación y protección de un espacio económico "nacional", establecimientos educativos, sanitarios, asistenciales... Hay una simbiosis entre sociedad y Estado en la que, si las cosas funcionan, ambas partes salen beneficiadas y la simbiosis se fortalece.

Pero ni los límites, ni la población, ni la forma política de un Estado se configuraron rápida, ni simple, ni pacíficamente. De ningún Estado de los actuales, ni de los que alcanzaron existencia y viabilidad en el pasado.

Por eso me parece pertinente la pregunta ¿tiene sentido deconstruir España, no como realidad sociológica, sino como Estado, como organización política? . Sé que descomponer el Estado español, implicaría socavar la cohesión que pueda tener hoy España como sociedad. Esa España cuya existencia omite por sistema el lenguaje de los que, simultáneamente, utilizan cualquier clase de mitología doméstica, de relato fundacional con reverberancias épicas, para convencernos de que su comunidad territorial es una Nación, pero de verdad.

¿Tiene sentido desmontar el Estado español, que actualmente funciona como un Estado democrático, para fundar otros Estados cuya viabilidad está por ver y cuya soberanía e capacidad de influencia estarán muy por debajo de las del Estado español tal y como hoy lo conocemos?. Y digo más: cuyas capacidades de garantizar derechos de ciudadanía --que es la cuestión más importante para algunos, entre los que me encuentro--, de evitar la reinstauración de oligarquías y caciquismos de última generación y de mantener sistemas políticos que podamos reconocer como democráticos, son una incógnita.

Los Estados realmente existentes son sujetos históricos. Nacen, evolucionan, pueden incorporarse a otros Estados o a sistemas políticos más amplios y pueden también fragmentarse, dando a luz nuevos Estados.

Tengo la sensación, y la pesadumbre, de que España como país puede estarse de nuevo acercando a una de esas encrucijadas tan características de su historia. Y, frecuentemente, tan conflictivas y tal inútiles. Quienes estén trabajando en la dirección de deconstruir España como Estado, lo que implicará su deconstrucción como país, están en su derecho. Pero deben hacerlo abiertamente. Y, me atrevo a sugerirles, franca y democráticamente.

El Estado de las Autonomías tiene sus límites. Y el primero de ellos lo marcan los principios e instrumentos políticos que identifican la presencia de un Estado. Si quieren podríamos hablar de cómo se fijaron en otros países, incluso con regímenes federales, Estados Unidos por ejemplo. Y los límites están asociados a aquellos poderes (aquellas competencias, dicho en jerga jurídica) que permiten a un Estado funcionar como tal y cumplir las tareas que la sociedad espera de él. Que son tareas esenciales.

Más allá de esos límites hay otra cosa: nuevos Estados independientes, una confederación o liga de Estados…

El Estado de las Autonomías, tal y como funciona realmente, puede integrar Comunidades Autónomas con competencias diferentes. Pero no va a metabolizar la existencia de Comunidades Autónomas con más autonomía y otras con menos. Que es en realidad lo que quieren decir, pero no abiertamente, lo que hablan de “hechos diferenciales” o del encaje de alguna Comunidad en el Estado.

Entre otras razones, porque uno de los factores que más está dificultando la consolidación de la España de las Autonomías como un sistema que funcione con suficiente estabilidad y que pueda ahormarse al modo federal, es un sistema electoral que prima permanentemente el particularismo y lo convierte a cada poco en árbitro de la política española. Este sistema electoral tiene sus orígenes. Y los orígenes, su explicación histórica. Pero una cosa son los orígenes y sus causas y otra sus efectos.

No creo que haya un Estado federal con un sistema electoral de estas características. Pero ese mismo sistema electoral también alienta la emulación, la equiparación constante de competencias entre unas Comunidades y otras. Y un sentimiento igualitarista que impide la existencia de Comunidades de primera y de segunda. Y coloca al sistema autonómico en una vorágine permanente que ya lo ha situado en las fronteras de sí mismo.

Estoy convencido que la estrategia de deconstrucción del estado de las Autonomías, o la de aprovechar sus mecanismos para desnaturalizarlo o convertirlo en otra cosa, tiene hoy menos sentido para todos y para cada uno de los pueblos de España que nunca. Si quienes están por la tarea acaban condicionando la dirección política del país, por favor paren. Que yo me bajo.

miércoles, 14 de julio de 2010

España autonómica: abierta, pero estable

El Estado de las Autonomías no es el mejor de los mundos imaginables. Pero es un sistema político que ha permitido encauzar problemas pendientes durante todo el proceso de unificación política de España: es decir, de su configuración como Estado. Problemas que no han sido meros endemismos ibéricos, sino similares a los de otros países europeos.

Esto ha sido posible porque se definieron acertadamente sus principios: unidad, pluralidad territorial y solidaridad. Y luego se tradujeron en mecanismos jurídico-políticos apropiados. Esos mecanismos, como asignar potestades de dirección política a las instituciones estatales en garantía de la unidad y solidaridad; crear las Comunidades Autónomas con un amplio campo de autogobierno y, en consecuencia, de participación en el poder legislativo del Estado; la distribución competencial; la existencia de un sistema de financiación común, que no debe ser la suma de 17 sistemas… no son caprichosos. Al contrario, están inspirados en tradiciones y técnicas federalistas contrastadas. Tampoco son estáticos, sino evolutivos. Pero tienen sus límites, más allá de los cuáles el sistema político se convierte en uno distinto. Y el modelo autonómico, en otro modelo de Estado.

La Sentencia del Tribunal constitucional contribuye a ir localizando los linderos del sistema autonómico. Esa es la función de la jurisdicción constitucional, referida esta vez a la dimensión territorial del Estado refundado por la Constitución de 1978.

El Tribunal Constitucional, con sus achaques y contradicciones, cumple una función imprescindible: la de garantizar que la Constitución es una norma jurídica efectiva y, además, la norma suprema del Ordenamiento. Y lo es, porque expresa un pacto político que refunda el Estado español, sobre bases de libertad, de pluralismo (político y territorial) y de solidaridad (entre los ciudadanos y entre los territorios).

Una norma cuya aplicación no está garantizada, a través de un procedimiento jurídico que acabe sancionando su incumplimiento, no es una norma jurídica. Garantizar la supremacía efectiva de la Constitución hace posible conciliar democracia y libertades, hacer valer el principio de la mayoría y salvaguardar los derechos de los individuos y de las minorías de cualquier naturaleza, la primacía de los intereses generales y el respeto a la diversidad territorial y a los derechos que tienen en esa diversidad su fundamento.

La Constitución española descansa en una premisa, en una decisión política fundamental: España tiene la suficiente consistencia sociopolítica, histórica, cultural, y el pueblo español la voluntad, para sustentar un Estado. Y así lo establece. Y como lo establece sobre principios de libertad y de democracia, el poder político emana del pueblo, titular de la soberanía. Que es quien aprueba la Constitución y, con ella, un modelo de convivencia entre las personas y los pueblos de España. Este es el núcleo esencial del momento constituyente.

A partir de ahí, todo el sistema político, la conformación de sus instituciones, su funcionamiento, la toma de decisiones legislativas, es poder constituido. Es ejercicio del poder constituido la aprobación o la reforma de un Estatuto de Autonomía, aunque intervengan decisivamente las Cortes Generales y sea refrendado por el pueblo de una Comunidad Autónoma.

Por eso, equiparar política o jurídicamente el referéndum en Catalunya y el Estatuto con la Constitución, que es lo que hacen quienes le niegan al Tribunal Constitucional la potestad de anular determinados preceptos del Estatut por considerarlos inconstitucionales, es dar por sentada la soberanía del pueblo catalán, afirmar que no existe poder superior --nota esencial de la soberanía— en el terreno político y en el jurídico. Y quebrar la premisa esencial de la España de las Autonomías. Para desembocar en un sistema mejor o peor. Viable o no. Distinto, en cualquier caso.

Lo mismo ocurre cuando, a través de los Estatutos, por mucho que los aprueben las Cortes Generales, también sometidas a la Constitución en su quehacer legislativo, se trata de diseccionar y repartir funciones esenciales del Estado. La función de dirección política, por ejemplo. Eso ocurre cuando se recogen, en los Estatutos, condicionantes a la utilización de herramientas indispensables para el ejercicio de la función de dirección del sistema político, como son los Presupuestos Generales del Estado, cuya formulación corresponde en exclusiva al Gobierno. O cuando se pretende regular desde los Estatutos la financiación autonómica, troceándola, convirtiéndola en una suma de diversas regulaciones separadas. Con estas iniciativas también se entra en una línea de fractura con el modelo autonómico fundado en la Constitución.

La España autonómica debe continuar evolucionando. Los sistemas federales, en cuyo campo está situada, evolucionan. Es más, su aptitud evolutiva es una de sus más fecundas características. Pero necesita también estabilidad. No puede estar en un momento constituyente perpetuo, ni sometida a una vertiginosa transformación constante. Ni a un permanente cuestionamiento de sus principios y de sus instrumentos. Porque de una suficiente estabilidad depende la eficacia de cualquier sistema político a la hora de dar respuestas a la sociedad, a sus problemas y a sus expectativas. Y de su eficacia, su aceptación por la ciudadanía. Es decir, su legitimidad y su solidez. Cerrada no, sino abierta. Abierta, evolutiva, pero estable.

En las actuales circunstancias, frente a una globalización que ha ido afinando sus instrumentos y sus poderes siguiendo la querencia genética del poder: eludir controles, emanciparse, desembarazarse de toda responsabilidad ante la sociedad, es imprescindible ampliar la perspectiva sobre el desarrollo autonómico. Ya no podemos contemplar sólo la perspectiva descendente. El flujo del poder hacia abajo. Hay que completar esa perspectiva con la inaplazable necesidad de construir la unidad política europea. Y esto implica transferencia del poder hacia arriba, hacia un espacio de decisión supraestatal y hacia las instituciones que lo representan. Y afianzar la democratización y el control ciudadano de ese poder europeo.

Ya no podemos seguir pensando la España autonómica como en estas tres décadas. En un clima de forcejeo controlado de las Comunidades Autónomas con el Estado, patrocinado por los nacionalistas periféricos e imitado por buena parte de los actores políticos. Como si el universo empezara y terminara aquí. Los poderes de la globalización, llamados anónimamente los mercados financieros, y los intereses que representan han demostrado su capacidad para doblegar a los gobiernos democráticos y obligarles a renunciar a prioridades políticas refrendadas por las urnas. Y, desde luego, para triturar el autogobierno de las entidades territoriales. Fortalecer Europa es también, en la hora actual, afianzar la autonomía de nacionalidades y regiones. Llámenlas como Vds. quieran. Simplemente, los pueblos de España y de los demás países europeos. Ya no vale la perspectiva tradicional. Y quienes mejor deberían entenderlo son los nacionalistas. Nacionalistas españoles o nacionalistas “periféricos”.

jueves, 1 de julio de 2010

Canarias bien vale un acuerdo

A principios de los setenta, cuando los de mi generación íbamos alcanzando la mayoría de edad, recuperar la libertad, sacar a España del aislamiento y del atraso y tratar de configurar una sociedad más justa constituían una misión colectiva ilusionante y movilizadora. El compromiso político, además de arriesgado, estaba aureolado de cierto prestigio social, excepto en los ambientes del Régimen.

Durante un buen trecho de esta etapa democrática, la actividad política siguió siendo algo socialmente respetado. Sin embargo, las cosas han cambiado. Gran parte de la ciudadanía desconfía de la política y de los políticos. Es el fruto de muchos factores, sin que sea el menor de ellos la dimensión que ha alcanzado la corrupción y sus efectos devastadores sobre la credibilidad de las instituciones.

La crisis, con todas sus secuelas humanas. La competencia en la economía global de los países emergentes a base de productividad, bajos costes sociales y estrategias --incluyendo, en el caso de China, el mantenimiento artificialmente bajo del valor de su moneda- volcadas en la actividad exportadora. La hegemonía del sector financiero sobre las actividades productivas y sobre los gobiernos democráticos. La imposición despiadada de intereses disfrazada de teoría económica neoliberal. El descaro de los promotores del hundimiento financiero oponiéndose a toda regulación y a cualquier mecanismo de protección de los consumidores. El retroceso de las políticas de redistribución de rentas hacia las clases bajas y de la progresividad en los tributos. Este panorama desolador nos impone a todos el reto de una reflexión y un diálogo que ayuden a definir una nueva misión colectiva a la que aplicar todas las energías disponibles.

Este esfuerzo es imprescindible realizarlo en todos los ámbitos territoriales. Quiero decir que cualquier país con un mínimo de entidad económica y de capacidad para gobernarse, tenga o no entidad estatal, está obligado a hacerlo. Ya que, si algo ha puesto definitivamente en la picota la gestación y la evolución de esta gran depresión, así como el poder y la actitud de sus protagonistas, los poderes financieros, es el viejo concepto de soberanía y, lo que es más grave, su formulación última como soberanía popular en el marco del Estado Nacional: es decir, los fundamentos de la democracia.

Y más, si sus problemas -como sufrir el 30% de paro, fracaso educativo y el crecimiento de las desigualdades sociales, después de varios lustros de crecimiento vertiginoso-, sus incertidumbres y sus expectativas tienen rasgos peculiares. Éste es el caso de Canarias.

Nuestra participación en Europa, en la España de las Autonomías, lo determinante para nuestros intereses de las estrategias que se definan en estos espacios de decisión -o de las que no se definan- no nos relevan en absoluto de afrontar el reto de nuestra propia reflexión, de nuestro esfuerzo por definir unos objetivos de país, una “Misión Canarias” que nos concierna y nos comprometa a todos.

La agenda de asuntos está probablemente en la mente de muchos: mejora de la calidad democrática (incluida la reforma del sistema electoral), reformas institucionales y viabilidad de un edificio administrativo de cuatro plantas; equilibrio entre simplificación y garantías del interés general en los procedimientos de toma de decisiones; turismo-construcción y diversificación de la economía; sistema educativo; desarrollo y protección de la naturaleza; sostenibilidad de los servicios públicos; actualización del Régimen Económico y Fiscal, previo balance sobre sus mecanismos vigentes y la consecución de los fines que los justifican; lucha contra la pobreza; nuestro rol en el entorno africano….Debe, en todo caso ser una agenda abierta.

No es del contenido de la agenda de lo que quiero ocuparme. Otros podrán hacerlo mejor. Sino de las reglas de juego que, sin dobleces, resultan esenciales para que esta tarea sea simplemente abordable. Porque es necesaria, debemos hacerla posible. Se trata exactamente de poner a un lado mensajes vacíos como “hay que arrimar el hombro”, “hay que remar en la misma dirección” --pero sin dirección identificable o hacia una dirección impuesta desde los cenáculos del poder político o económico--. Se trata de contar con todos sin deslegitimar de antemano a nadie. Se trata de tener la grandeza suficiente para renunciar a réditos particulares, de corto vuelo.

Esa grandeza ha de exigirse especialmente a los que se han acostumbrado a jugar, desde una posición privilegiada, con las cartas marcadas. A los sectores ya habituados a dictar la agenda política a las Instituciones hasta el nivel más concreto: el de los proyectos de infraestructuras y servicios. A tratar de imponernos a todos los canarios, a través de la influencia asfixiante del dinero sobre la política y sobre el sistema de medios informativos, su propio relato sobre lo que nos conviene a todos, en un remedo provinciano de aquel lo-que -conviene- a- General Motors- conviene-a-Estados Unidos.

Insisto en ello porque la experiencia demuestra en todos lados que, en circunstancias excepcionales --y las actuales lo son--, el pueblo llano suele responder con un patriotismo desinteresado. Como recuerda el maestro de historiadores, Domínguez Ortiz, “se aprecia un contraste con las clases dirigentes, los que tenían algo que perder” (España, tres milenios de historia).

El clima imprescindible para posibilitar acuerdos no es compatible con la actitud infantil de predicar el liberalismo y aprovechar a fondo subvenciones y negocios, capturando políticas, que pagamos todos: porque se financian con dinero de los contribuyentes y porque los efectos externos negativos suponen una factura, por ejemplo en deterioro medioambiental e hipoteca de futuro, a pagar por juan canario , sus hijos y sus nietos. Como siempre ha sido.

Tampoco es compatible con el intento de considerar indiscutibles determinados mantras del pensamiento económico. Simplemente por respeto a la inteligencia de todos. Hay criterios que se pueden compartir, como que las bases de una economía sana no son compatibles con un déficit público o una inflación rampantes. Pero de ahí a caer en la histeria sobre el control del déficit, la retirada inmediata de los estímulos públicos para dinamizar la actividad económica y el equilibrio presupuestario hay un trecho. Por cierto, el premio Nobel Stiglitz alude con gracia a cómo los halcones del déficit pidieron vacaciones mientras se aprobaban las astronómicas inyecciones de dinero público para rescatar el sistema bancario norteamericano, para reincorporarse justo a tiempo para oponerse a las ayudas a los sectores sociales más afectados por la crisis.

Crear ese ambiente no obliga a nadie a renunciar al margen de influencia que le corresponda por su situación política, económica, científica o por la representación de intereses sociales que ostente (o crea ostentar). Se trata de no negársela a nadie. Y de tomar en cuenta las propuestas por su propia consistencia y no en función de quién las formule.

Como comprenderán, no es fácil -visto lo visto- que estemos todos a la altura de las circunstancias. Sé perfectamente que esto es Canarias. Que aquí también existe una versión criolla de quienes no aceptan el derecho de nadie más a gobernar. De quienes creen que libertad económica consiste en libertad de hacer negocios sin escrúpulos. Variante macaronésica de quienes viven en un “extraño universo alternativo” (Krugman, también premio Nobel de economía) en el que los responsables de la crisis no son los banqueros avariciosos, sino los funcionarios de los gobiernos. Pero Canarias lo necesita y nos lo exige.

El gran acuerdo que permitió restaurar la democracia, aprobar la Constitución y hacer posible este tiempo de convivencia, no fue sólo un pacto político sino también social. Aunque la avaricia insaciable de algunos tienda a olvidarlo.

martes, 11 de mayo de 2010

El ruido de los cabildos

El conflicto desatado entre los cabildos y el gobierno de Canarias viene de lejos y, durante esta legislatura, no ha hecho sino emponzoñarse.

En su origen hay varios factores:

- La indefinición competencial, sumada a la tendencia de todas las administraciones públicas, empujadas por quienes las presiden como si fueran de su propiedad, a ampliar su esfera de actividades e influencia social a base de recortar o duplicar la de las demás. Esta tendencia se ha visto facilitada por una etapa duradera de crecimiento económico y de presupuestos expansivos. En este campo algunos cabildos se han llevado la palma, adentrándose en materias típicamente municipales para aumentar el prestigio y el poder de sus respectivos presidentes.

- El empeño del gobierno autonómico de considerar a los cabildos como un apéndice de la Comunidad Autónoma, olvidando que ante todo son gobierno y administración de cada isla, realidad dotada constitucionalmente de autonomía.

- La vulnerabilidad financiera de los cabildos, fruto de su distanciamiento de sus fuentes de ingresos, ya que disponen de muy poco margen de corresponsabilidad fiscal y, además, tienen que soportar que el gobierno de Canarias recaude y “mangonee” los ingresos del REF, cuya titularidad corresponde históricamente y, en buena medida actualmente, a los propios cabildos (art. 50 c, del Estatuto de Autonomía).

- La insuficiente cobertura financiera de los servicios traspasados a los cabildos desde la Comunidad autónoma, que les ha forzado a pagar con sus propios recursos hasta el 70% de su coste efectivo, como se pone de manifiesto año tras año en las Memorias de gestión de las competencias transferidas que los cabildos remiten al Parlamento, ante la indiferencia del gobierno de Canarias.

No hay que olvidar que existen tradiciones legislativas muy arraigadas en nuestro país en materia de régimen local, plasmadas en la Ley vigente (artículo 28), según la que “ los municipios pueden realizar actividades complementarias de las de otras administraciones públicas”. Tienen una especie de competencia genérica que les lleva a expansionarse, respondiendo normalmente a demandas sociales, en tiempos de bonanza y a adquirir compromisos de gasto que se convierte en estructural y les ahoga en tiempos de crisis. Lo mismo puede decirse de los cabildos.

El problema que ahora se recrudece ha tenido un largo período de maduración y explota, como suele ocurrir normalmente, en el peor momento. En una situación de crisis que está produciendo una drástica disminución de los ingresos de las haciendas públicas. Y en una Comunidad Autónoma cuyo gobierno no tiene autoridad moral para hablar de austeridad y, encima, está aplicando como una jaculatoria el dogma de los neoconservadores de no subir los impuestos, reforzando su progresividad.

Para acabarlo de complicar todo, la Consejería de Economía y Hacienda y gran parte del poder real de dirección del Gobierno está en manos de Soria, un prodigio auténtico de capacidad de diálogo, de transparencia en el manejo de información y un ejemplo cómico del político que no tiene otro diseño del funcionamiento de las Administraciones Públicas que el de ampliar su propio poder. De modo que ha pasado de exigir la desaparición de la COTMAC cuando presidía el cabildo grancanario, (para poder ejercer todo el poder sobre el territorio de “su “ Isla y autorizar anfitauros), a ponerle la pata encima a los cabildos ahora que el PP no preside ninguno.

Entonces los cabildos se le han revirado y tratan de hacer valer una disposición transitoria de la Ley de Haciendas Territoriales de Canarias, de 2003, que establece una cláusula de salvaguarda garantizándoles que el sistema de distribución de ingresos entre todas las Administraciones del Archipiélago regulado en esa Ley no supondrá una merma de los ingresos de los cabildos de 2002. Amenazan con judicializar el conflicto.

Soria se ha agarrado, como era previsible, al criterio expresado por Jerónimo Saavedra, según el cual la garantía de los cabildos es meramente transitoria y, por lo tanto, válida sólo para la entrada en vigor del sistema; ya que, si tuviera vigencia indefinida --según Saavedra--, habría sido establecida en la Ley como disposición adicional y no meramente como disposición transitoria. Y se ha vacilado, muy al estilo soriano, de R. Melchior y de J.M. Pérez, comparando sus conocimientos jurídicos con los del alcalde de Las Palmas de Gran Canaria.

No comparto el criterio saavedriano. En primer lugar porque, a pesar de constituir formalmente una disposición transitoria, el precepto que establece la garantía de ingresos de los cabildos no contiene ninguna limitación temporal a su vigencia. Y, en consecuencia, sin ena expresa determinación legal, no es factible establecerla en contra de su propio tenor y de los intereses de los cabildos, en base meramente a una cuestión de técnica legislativa.

En segundo lugar, porque esa norma debe ser interpretada sistemáticamente (artículo 3.1 del Código Civil “…en relación con el contexto…), integrándola en el ordenamiento jurídico en el que se inserta que no es otro que el de la regulación constitucional de las haciendas locales, basada en los principios de autonomía y suficiencia: “Las Haciendas locales deberán disponer de los medios suficientes para el desempeño de las atribuciones que la Ley atribuye a las Corporaciones respectivas…” , artículo 142 de la Constitución. Y, desarrollándola, en la Ley de Régimen Local “…se dotará a las Haciendas locales de recursos suficientes para el cumplimiento de los fines de las Entidades Locales…”(artículo 105).

El principio de suficiencia financiera es crucial para hacer efectiva la autonomía local. La propia Ley reguladora de las Haciendas Locales lo subraya muy intensamente en su Exposición de Motivos: “Son, pues, dos las notas características de la presente Ley” : su carácter complementario de la Ley del Régimen Local y, la segunda, “la ordenación de un sistema financiero encaminado a hacer efectiva la realización de los principios de autonomía y suficiencia financiera”.

Además, esa cláusula de garantía se ha convertido en una cautela habitual cada vez que se aprueba una modificación de la financiación de las entidades públicas territoriales, en un sistema complejo y profundamente descentralizado como el Estado autonómico. Si no, véanse las sucesivas modificaciones del sistema de financiación de las Comunidades autónomas desde 1980, año de aprobación de la L.O.F.C.A.

Dicho lo cual, añado que esa vigencia indefinida de la garantía de los cabildos a no ver mermada, en años sucesivos, su asignación en los Presupuestos de la Comunidad Autónoma de2002 no tiene un valor absoluto. Ni la cláusula de salvaguarda puede aplicarse al margen de las circunstancias económicas que hoy condicionan los ingresos de todas las Administraciones Públicas. El problema tiene un alto contenido jurídico, pero no encontrará solución razonable si no se plantea y encauza en el terreno político. No está, por tanto, la solución en los Tribunales.

Por eso resulta en estos momentos tan perjudicial la infinita demora en la clarificación del ámbito competencial de las administraciones canarias: autonómica, insulares y municipales, y la definición de la planta de nuestro edificio político-administrativo, tantas veces aplazada. Ya que, sin clarificar la distribución competencial, no se podrá hablar seriamente de la suficiencia financiera de cada una de ellas, que es la base imprescindible de un acuerdo político de alcance. Porque la suficiencia financiera se refiere a las actividades y servicios que deben gestionar, no a los que quieran gestionar.

Ni tampoco se podrá hablar de un modelo de administraciones públicas que aspire a la eficiencia y que la economía y la sociedad canaria puedan sostener. Que contribuya a la prosperidad y no sea un lastre agobiante, como en cierto modo ocurre actualmente.

Entretanto, sólo podemos aspirar a acuerdos para ir tirando. Y eso es penoso. Pero, aunque sólo sea para eso, el actual Gobierno es de lo menos recomendable. Con un vicepresidente y un presidente que, en fila india y por este orden, responden a los cabildos con un desdeñoso “no hagan ruido”. Como si la revuelta de los cabildos fuera de mucho ruido y pocas nueces. Olvidando el viejo refrán que enseña, por el contrario, que si el río suena es porque agua lleva.

lunes, 26 de abril de 2010

La irrupción de los ciudadanos

La teoría de la separación de poderes fue formulada por Montesquieu en L’ Esprit des Lois, no tanto como fruto de la observación de las instituciones inglesas de su tiempo, ya que la revolución de 1688 había establecido la supremacía del Parlamento, sino haciendo suyo un mito corriente entre los mismos ingleses. Mito que se fraguó sobre las controversias históricas entre la Corona y los tribunales del common law y entre la Corona y el Parlamento.

La idea fuerza de este principio organizativo, consagrado por la Declaración Universal de los derechos del Hombre y del Ciudadano (1789, art. 16), su utilidad más imperecedera, su aportación civilizatoria más notable, radica en la necesidad de poner un freno a la tendencia a la expansión y concentración, que están inscritas en el código genético del poder --de cualquier forma de poder social, no sólo del poder estatal-- como requisito ineludible de la libertad de los ciudadanos.

Con toda seguridad a Montesquieu le pareció muy sugestiva la idea de la separación de poderes para superar el lastre que suponía para las energías de la Francia burguesa, la perpetuación de l’ Ancien Régime absolutista y de toda su anticualla de acompañamientos señoriales. Y para acotar un campo para las pertenencias de los individuos: la vida ,la libertad y la propiedad, al socaire de las intromisiones y arbitrariedades del poder monárquico.

Las relaciones entre el poder estatal y la sociedad han cambiado considerablemente desde entonces. Tanto que, en la actualidad, el verdadero poder no tiene su centro de gravedad en las Instituciones políticas sino a extramuros de ellas. El verdadero poder, el que más decisiva influencia ejerce en la conformación de las relaciones sociales, en la vigencia de valores y pautas de comportamiento, en la vida de los ciudadanos, es el poder económico. Su exhibición es permanente, tanto como su influjo sobre los gobiernos. Sin embargo, está exento de mecanismos de control y de responsabilidad. Han aprendido sus detentadores la fórmula magistral: ejercer el poder, un gran espacio de poder, sin asumir responsabilidad alguna. O, incluso, con mayor virtuosismo: tomar las decisiones, dictárselas al gobernante de turno y, más adelante, endilgarle a éste todo brote de contestación social que susciten.

Por eso tiene, a mi juicio, un gran interés la observación de las experiencias sociales que ayuden a reinventar mecanismos de contrapeso frente a las nuevas formas de poder. Porque la preservación de la libertad y la defensa de la democracia necesitan, como el aire que se respira, el control del poder desde la ciudadanía.

Muchas de esas experiencias tienen mucho de intuitivas, no poseen plena conciencia de su alcance, ni se inscriben a sí mismas teóricamente en una corriente civilizatoria de afirmación de la libertad y resistence front power. Pero lo son. Y empiezan a disfrutar de un reconocimiento y de herramientas de actuación en el campo jurídico que están cargados de de futuro. Son muy explícitos los términos que utiliza la Exposición de motivos de la Ley estatal que incorpora las Directivas europeas derivadas del Convenio Internacional de Aarhus, auspiciado por Naciones Unidas: “…la participación de los ciudadanos en el proceso de toma de decisiones públicas…garantiza el funcionamiento democrático de las sociedades e introduce mayor transparencia en la gestión de los asuntos públicos”. Ésta es la clave: garantía de democracia, contrapeso del poder de decisión en manos de lobbys económicos que imponen sus criterios a las Instituciones y a gobiernos muy democráticamente elegidos.

Sin perder de vista estas ideas, echemos una ojeada a la sociedad canaria, hagamos de ella nuestro campo de observación, como si fuera un pequeño universo --simulación a la que nos ayuda su carácter de archipiélago superultraperiférico--, para indagar cómo funciona aquí el poder y si es compatible con la existencia de ciudadanos libres y de una sociedad democrática.

No debemos detenernos en observar exclusivamente el poder institucional, sino la estructura del poder en su conjunto. En la que el poder institucional es, aquí y ahora, sólo una pequeña rama y en ningún caso la más importante.

En los últimos años, la dimensión y la concentración del poder económico en Canarias, su agresividad y la descarada exhibición de su capacidad de marcarle la pauta a las Instituciones públicas y a los gobernantes, es palpable. Los términos en que estos días están planteando el futuro de la Reserva de Inversiones de Canarias, “sin complejos”, son un termómetro excelente de esta realidad.

El funcionamiento real del régimen parlamentario y sus dificultades para sintonizar, en determinados temas, con las preocupaciones de los ciudadanos está muy condicionado por el sistema de partidos políticos y por las listas electorales cerradas y bloqueadas, que convierten a la dirección de los partidos en el actor que define la composición del Parlamento y su subordinación estricta al Gobierno, de forma que quien debe controlar la acción del Gobierno --el Parlamento—se limita sólo a apoyar al Gobierno y secundar su programa legislativo.

La autonomía de las Instituciones está mermada. Su capacidad para representar los intereses generales, debilitada. El riesgo de que se conviertan en meros apéndices del poder económico, que se atreve con descaro a impartirles instrucciones explícitas sobre cuáles deben ser las prioridades de la acción del Gobierno y de la política presupuestaria, servido . El puente de mando de la sociedad canaria está, por tanto, donde está. Y quienes tienen en sus manos el timón, que carecen de legitimidad democrática y pretenden tutelar a quienes la han obtenido electoralmente, dan diariamente pruebas de descaro y avidez.
Con este panorama, no debe extrañar las reacciones de incomodidad que despierta en los cenáculos del poder cualquier irrupción de la ciudadanía que, ejerciendo sus derechos políticos y utilizando las garantías jurídicas propias del Estado de Derecho, interfiere en la agenda de las Instituciones tal y como viene redactada por los representantes del poder económico. Inmediatamente la estigmatizan como la “coalición del No” y la tratan de situar extramuros del sistema, simplemente porque son el eslabón del propio sistema más difícil de controlar, el gato al que no logran ponerle el cascabel.

Pero es puro sistema: lo son sus integrantes, lo son sus instrumentos de acción, lo es la legislación en que se apoyan. No hace falta sino leer la más reciente normativa internacional y europea (por ejemplo, en materia de medio ambiente) y sus fundamentos, para llegar a la conclusión de que proviene de una preocupación por la vitalidad de la democracia, por los factores que la deterioran, por la búsqueda de revulsivos, que hacen muy útil esa normativa en aquellos lugares, como nuestro Archipiélago, donde el deterioro del sistema democrático es tan evidente.

Los artículos 9.2 y 105 de la Constitución Española consagran la participación de los ciudadanos, su derecho a intervenir con conocimiento de causa en los asuntos públicos, en el proceso de toma de decisiones que afecte a bienes o derechos de cuyo disfrute somos titulares todos. Y la legislación europea sobre acceso a la información , derecho de participación y acceso a la justicia en asuntos medioambientales es muy reveladora de una tendencia de revitalización democrática, que marca pautas de futuro para las sociedades democráticas.

Los ciudadanos han aprendido a utilizar las piezas no domesticadas del sistema. Muchos colectivos, ya sean constituidos para un asunto concreto, ya dispongan de una organización más estable o, simplemente, se trate de colectivos científicos, sanitarios, educativos o profesionales que se movilizan frente a una decisión del poder sobre asuntos que conocen en profundidad, están formados por personas cualificadas, bien relacionadas, informadas. Aptas, con mucha frecuencia, para sintonizar con el interés general (ya que no tienen una aspiración económica o una ambición política que las condicione) frente al marasmo y la debilidad de las Instituciones. Creo que aquí radica su importancia cualitativa y la hostilidad con que el stablishement del poder reacciona ante ellos.

Son, en general, personas que participan electoralmente --aunque a veces se abstengan, en señal de protesta-- , que manifiestan sus preferencias políticas e ideológicas por partidos situados dentro del sistema, que aceptan la democracia representativa y no propugnan una alternativa utópica al actual estado de cosas. Pero tienen, en muchos casos, una visión lúcida de la situación y la libertad suficiente para opinar y actuar con conocimiento de causa. Por eso son una amenaza para los que utilizan las Instituciones y los mecanismos de la democracia como una mera coartada para tapar un poder, cada vez más exento de controles, del que disfrutan como de una mera pertenencia. Un poder cada vez más irrespirable.

En la Isla de Tenerife, por ejemplo, es visible el enojo de los grupos de poder que utilizan los resortes del sistema para imponer sus intereses; pero se ofuscan sin disimulo cuando tropiezan con ciudadanos que, ejercitando derechos que la propia legalidad les reconoce y apelando a órganos judiciales o de tutela de los derechos de los ciudadanos frente a los poderes públicos, logran bloquear su hoja de ruta. Una hoja de ruta que financiamos entre todos, con impuestos que pagamos cada vez más los que no nos acogemos a los grandes trucos para no tributar que suelen utilizar los perceptores de elevadas rentas profesionales y beneficios empresariales. Y que amenaza la sostenibilidad de recursos no renovables, convirtiendo en un mero objeto de negocio la construcción de infraestructuras, que deben ser por definición un instrumento de progreso económico sostenible y de bienestar. Y no un fin en sí mismas.

Por eso es, en mi opinión, tan importante la irrupción de los ciudadanos. Ejercicio de libertades y utilización de los resortes del propio sistema, sus dispositivos legales, se está convirtiendo en un mecanismo de contrapeso cuyos resultados están a la vista. Pero, sobre todo, es un factor que revulsiona el funcionamiento de todos los demás mecanismos del sistema : pone frente a su propio espejo al poder legislativo y a los partidos políticos, permitiendo chequear cotidianamente su papel representativo ; descubre la divergencia entre amplios sectores de la opinión pública informada y la opinión publicada; activa la utilidad práctica de mecanismos de garantía, incluidos los judiciales, evitando que queden inéditos o sirvan meramente de coartada a los intereses que hegemonizan la vida social y el rol de las Instituciones.

Y, sobre todo, puede ser un correctivo muy eficaz para evitar el ambiente agobiante que se cierne desde hace demasiado tiempo sobre la democracia en las Islas y sobre las Instituciones. Es decir, irrupción ciudadana en el espacio público + utilización de resortes propios del Estado de Derecho van configurando un contrapeso bastante eficaz a la hegemonía que algunos sectores influyentes están ejerciendo sobre la vida social y sus Instituciones, un tónico para el debilitado principio de separación de poderes y, como consecuencia de todo ello, una garantía de libertad.

En toda sociedad y toda época aparecen riesgos y obstáculos frente al ejercicio de la libertad. Solamente en muy pocas ocasiones, si se contemplan con la perspectiva histórica suficiente, ha sido posible evitar esos obstáculos y ahuyentar esos riesgos. En realidad, la libertad, como la felicidad, son momentos en un piélago inmenso de autoritarismo. La lucha por la libertad se reanuda cada día. Nunca la libertad está del todo consolidada. Siempre la acecharán intereses poderosos, pasiones incontrolables, inseguridades enterradas en la condición humana. Pero en cada época, junto a los riesgos para la libertad siempre existirán medios y oportunidades para defenderla. Se trata de descubrirlos, de aprovecharlos y de aplicarles toda la energía guardada en la dignidad humana, que siempre aflora como deseo de libertad.

viernes, 5 de marzo de 2010

El Partido Popular y las dictaduras

Para los neoconservadores, una dictadura no es tal si preserva la propiedad privada, la libre empresa y el mercado. Sólo cuando aparecen propiedad estatal y economía dirigida, consideran que empieza a haber dictadura. Pero si lo que falta es sólo la libertad política, como ocurre en Guinea, China, o como ocurrió en los regímenes franquista o pinochetista, el sistema político y social mantiene un no sé qué de homologable y visitable y no embargable.

En realidad, esa es una idea muy remota, precontemporánea, de libertad. La propiedad fue desde siempre, hasta los tiempos modernos, la única libertad. La que liberaba a uno de la esclavitud del hambre y de la pobreza. Se necesitaron milenios de civilización para que apareciera el concepto de libertad política. Que surgió como libertad de creencias, como libertad religiosa frente a la religión de Estado, que era un pilar esencial de la autoridad política. Como libertad y seguridad para disfrutar del patrimonio, frente a impuestos y confiscaciones arbitrarios (no taxation whitout representation). Y como libertad de movimientos frente a detenciones arbitrarias (habeas corpus). Luego como libertad de pensamiento y como libertad para expresarlo. Para proponer tales o cuales fórmulas para el buen gobierno de la sociedad.

Estos conservadores, que se llaman a sí mismos neoliberales, son en realidad muy poco liberales. Porque en su dimensión económica, liberalismo no es simplemente capitalismo. Es también libre competencia y ella necesita el papel arbitral del poder político, garantía de respeto a las reglas de juego, interdicción del tráfico de influencias y del uso de información obtenida en los aledaños del poder. Porque el mercantilismo era capitalismo, pero no liberalismo. Éste necesita economía de mercado; pero de buen mercado que permita la más eficiente asignación de recursos económicos. Que, por definición, son escasos y susceptibles de usos alternativos.

Por eso, cuando el Vicepresidente Dick Cheney y sus adláteres hacían jugosos negocios con el dinero de los Presupuestos federales para destruir Irak, y luego para reconstruirlo, no estaban actuando como liberales sino como aprovechados y truhanes. Que es exactamente lo que pasa por estos lares con unos cuantos que dicen ser liberales, pero que están oteando el panorama para calzarse los grandes contratos públicos, si fuera posible a dedo o trucando los concursos. Y las mejores reclasificaciones de suelo, con la ayuda inestimable de sus amigos gobernantes.

Sin embargo, aunque la libertad política tiene una vinculación indisociable con la dignidad humana y en ella reside su razón de ser y su alcance civilizatorio, es también un componente fundamental del liberalismo económico. Porque sin todo su instrumental: imperio de la Ley, separación de poderes, libertad de información y elecciones libres —que son técnicas de la libertad política, las que la hacen posible—, es una quimera intentar evitar el ventajismo económico, las grandes fortunas amasadas desde el poder y la corrupción, todos ellos incompatibles con un liberalismo económico digno de ese nombre. Si todas las lacras de la corrupción se dan, y hay que ver de qué manera, donde existe libertad política, apaga la luz y vámonos donde no existe. Pero a nuestros neocons, estas cosas no les inquietan. Por eso, Obiang bueno. Fidel, malo.

La libertad económica es el primer ingrediente de una sociedad libre. El primer ingrediente en la receta y el que sirve de base a los demás. Pero no es más importante que otros.

Que otros como la libertad política, que para la cultura contemporánea reviste mayor excelencia. Sin libertad económica, no hay libertad política. Justo por eso, y para que la libertad política alcance a todos, ya que emana directamente de la dignidad humana, los poderes públicos no pueden desentenderse de los que no disponen de los medios necesarios para vivir. Ni de los que padecen dificultades que quitan a la vida y a la libertad todo sentido. Ni de aquéllos esclavizados por la ignorancia o por la violencia. De ahí que muchas personas progresistas se identifiquen con las tradiciones del liberalismo. Y se sientan cercanos a Obama y lejos de Bush y Aznar.

La tortura, el asesinato y el encarcelamiento de los disidentes son intolerables. Lo es igualmente la censura informativa. Y son intolerables aunque sólo se den en un caso, en una sola ocasión, o afecten a una única persona. Y son intolerables con independencia de cómo se llame a sí mismo el sistema político que las perpetra. Y al margen de que las grandes cadenas de comunicación, los intereses de sus propietarios o los Gobiernos de los países más poderosos decidan difundirlas o silenciarlas. Y de que la opinión pública internacional esté pendiente de esas situaciones o las ignore.

Por eso, la diferencia de trato entre dos regímenes autoritarios es incompatible con la ideología liberal. Pero no con el neoconservadurismo del PP. Para el que, si hay propiedad privada y libertad de empresa, aunque sean sólo para los amigos del gobierno, no hay dictadura.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Las reglas no escritas de Soria

Vivir en un régimen constitucional resulta cómodo. Las personas de ideología autoritaria se establecen con facilidad en la democracia, porque es un sistema de contornos amables. La dictadura, en cambio, resulta inhóspita para los demócratas. Es un ambiente anaeróbico donde la existencia es insoportable.

Sin embargo, la aclimatación de la gente autoritaria a la democracia es superficial. No entienden que la democracia es algo mucho más, y más profundo, que la mera liturgia del voto para legitimar el poder de los gobernantes. La democracia aspira a sujetar a reglas civilizadas, ampliamente aceptadas, la lucha por el poder y el ejercicio del poder. Ambos fenómenos son cimarrones y se resisten a sujetarse a límite alguno. Esa tendencia la llevan en su código genético.

Y las reglas están escritas. Claro que están escritas. Está escrito que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, que la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y que actúa con pleno sometimiento a la ley y al Derecho, que los Tribunales controlan la legalidad de la actuación de la Administración así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican, que los jueces, magistrados y fiscales están sujetos exclusivamente al principio de legalidad…

Por eso a las personas de convicciones democráticas nos resultan inquietantes, 30 años después de la entrada en vigor de la Constitución de 1978, las referencias de Soria a unas reglas no escritas a las que debemos atenernos los políticos a la hora de relacionarnos. Las desconozco en absoluto. Y, si por la situación apurada a que sus propias andanzas le han conducido, esas reglas no escritas tuvieran algo que ver con alguna especie de pacto de caballeros para no denunciarnos unos a otros los abusos y corruptelas perpetrados en el ejercicio de los cargos públicos que los ciudadanos nos han confiado, a alguna variante del hoy-por-mí-mañana-por ti, a alguna especie de tácita hermandad para taparnos recíprocamente las vergüenzas, tendrá que darle las quejas a los que se consideren partícipes de esos sobreentendidos. A los demócratas, esa sórdida omertá nos parece nauseabunda.

La democracia, como el Estado de Derecho, es generosa. Aquí reside su fragilidad, pero también su grandeza y su fortaleza. Necesita reconstruir cada día su legitimidad, renovar la convicción de los ciudadanos de que es la forma de convivencia y de regular las relaciones entre el poder y la sociedad más acorde con valores de libertad y de dignidad, que son indisociables de la condición humana.

Por eso la democracia es sobre todo lucha y compromiso por la democracia. Porque nunca está del todo consolidada. Y menos en un país imaginario, España, --porque, según ciertos aliados de Soria, no existe ni como nación ni como pueblo-- que ha padecido durante siglos todas las modalidades políticas, culturales y sociales del autoritarismo. Y la manía que tienen los gobernantes autoritarios, y todas las especies y taxones del mismo género, de confundir sus propios intereses y los de sus deudos y allegados con el bien común.

La democracia y sus valores no se aprenden en un cursillo de formación acelerada. Individual y colectivamente hay que madurarlos despacio, a fuego lento. Son muy insuficientes las cuatro reglas que algunos memorizaron porque, después de la dictadura, ser demócrata se puso de moda. Y, por eso, cada vez que las cosas se complican, y no sirven las cuatro reglas, aflora la mirada siniestra del franquismo. Del que quedó atado y bien atado en las entrañas de ciertos ambientes sociales. De donde proceden algunos que han llegado al poder con la democracia. Como habrían llegado con la dictadura. Y con la misma obsesión: tomarse el poder como si fuera suyo y por siempre jamás.

martes, 2 de marzo de 2010