miércoles, 17 de octubre de 2012

BABELIA FEDERALISTA

Si en los últimos tiempos el lenguaje político está siendo pervertido, incluso en aquellos asuntos como los tributarios o los servicios públicos que están mucho más cerca del ciudadano de a pié (he visto emplear “ajuste” tanto para enmascarar una denostada subida del IVA, como para ocultar continuos recortes en sanidad, educación o programas sociales), cuánto no se podrán manipular las palabras en asuntos-sólo-para-iniciados como es el de la organización territorial del Estado o la financiación autonómica.

El término Estado Federal ha batido todos los records: hasta los analistas mejor intencionados llaman federalismo a lo que no es. Y menos a la vista de su evolución contemporánea en la que no han cesado de reforzarse las instancias federales para afrontar situaciones de crisis, asegurar la unidad de mercado y la cohesión económica, la igualdad de los ciudadanos ante el Estado Social… Si empleamos los mismos términos para referirnos a cosas distintas, y hasta contradictorias, se forma una babelia intransitable.

Se escuchan condenas inapelables sobre el error del café para todos. La Constitución no podía establecer nada diferente a la igualdad básica de ciudadanos y territorios, si lo que quería era establecer un Estado. Y, además, democrático y social. Ni hay argumento basado en identidades ni en relatos míticos que pueda arropar, a fin de cuentas, un principio de desigualdad. El denostado café para todos, que salía al paso de los intentos de sustentar en los hechos diferenciales la exigencia de más y mejor autogobierno para unas comunidades territoriales, fue la constatación de una realidad insoslayable: que eran aceptables tratos diferentes, pero no preferentes. Por eso el régimen financiero vasco y navarro genera tantas suspicacias en Catalunya y en las demás comunidades autónomas. Su generalización reduciría a la impotencia a las instituciones estatales.

Son habituales --en los análisis de la situación catalana-- las descripciones de este contencioso de quienes se colocan en la equidistancia. Para ello tienen que redibujarlo como un conflicto simétrico entre una Catalunya incómoda e incomprendida y una España (mejor, un Estado) cicatera y mesetaria. Una España que sigue siendo Castilla.

He comprobado cómo colocan reiteradamente al Tribunal Constitucional en una posición insensible y beligerante frente a las aspiraciones de Catalunya y su deseo de conformar una España en la que pueda encajar. El Tribunal Constitucional, en ese cuaderno de agravios, habría frustrado las expectativas puestas en la Reforma Estatutaria, a pesar de que estaba avalada por “cuatro instancias democráticas: Parlement, Congreso, Senado y por el pueblo catalán en referéndum”.

El Tribunal Constitucional ha de enjuiciar las decisiones de los órganos supremos que protagonizan el proceso político y con efectos colectivos espectaculares (G. Enterría), pero ha de hacerlo aplicando el método jurídico y extrayendo del Texto Constitucional los criterios de decisión de sus Sentencias.

Por eso, lo que pretenden dejar sentado esas voces acusadoras es que el Tribunal Constitucional sobra, porque sobraría si no pudiera contrastar las reformas estatutarias o cualquier otra Ley, aprobadas necesariamente con grandes avales democráticos, con el modelo diseñado por la Constitución para la ordenación territorial del poder con el objetivo de integrar una realidad plural. Ese modelo es abierto, ma non troppo, ya que la Constitución sí que define los instrumentos que corresponden al Gobierno y al poder legislativo estatal para que puedan desempeñar sus tareas de dirección política, generando constantemente integración política, solidaridad y, al tiempo, respeto a la pluralidad.

Cuando el Tribunal Constitucional examinó el nuevo Estatut tenía que valorar jurídicamente el alcance tanto de los poderes que adquiría la Generalitat en materia de financiación, como de los compromisos que se imponían al Estado en materia presupuestaria y de inversiones. Entre otras muchas razones porque los condicionamientos en estas materias vacían de contenido la vertiente esencial de la función estatal de dirección política. Y, sobre todo, porque implican la metamorfosis, sin marcha atrás, de un modelo de inspiración federal en otro de tipo confederal. Confederalismo es levedad, e impotencia, de las instancias comunes. No es donde debe ir España, sino de donde debe salir la Unión Europea.

De la misma manera, el Tribunal Constitucional debería tener la oportunidad de enjuiciar el Capítulo IV de la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, especialmente cuando establece la obligatoriedad para las Comunidades Autónomas, cuyos órganos ejercen el derecho al autogobierno y tienen legitimidad democrática, de las medidas propuestas por una “comisión de expertos”. O la tosca aplicación de la coacción federal (art.155 de la Constitución) por parte de un Senado completamente alejado de cualquier perfil de Cámara Territorial. No se le puede pedir que ejerza sus prerrogativas más duras, en garantía del sistema autonómico, a una Cámara que no ha desarrollado ni remotamente la condición de Cámara de representación territorial.

Los preceptos constitucionales no son un arsenal de armas que están ahí, disponibles para utilizarlas cuando convenga. Cuando las normas constitucionales son instrumento directísimo de Gobierno, como es el caso, su manejo ha de ser prudente, contextualizado, pendiente de la letra y del sentido. Un Senado como el actual no añade ningún plus de legitimidad a medidas coactivas sobre las Comunidades Autónomas. Simplemente porque en la formación de la voluntad del Senado, que una vez definida es voluntad estatal y no representación corporativa de las Comunidades Autónomas, éstas no influyen en nada. Y mucho menos cuando se trata de medidas de origen democráticamente cuestionable --propuestas por una comisión de expertos “de negro”-- y al margen de que los incumplimientos de las Comunidades Autónomas de los “planes de ajuste” o de los “planes económico-financieros”, que serán la contrapartida por solicitar recursos del Fondo de Liquidez Autonómica, sean intencionados, por negligencia o inevitables.

El Senado, del que algunos se acuerdan ahora, no tiene sitio, no puede desarrollar una función constitucional útil, ni en los asuntos autonómicos, porque ese espacio está ocupado por el Congreso. Nadie tiene el menor interés en trasladar el debate competencial o sobre financiación autonómica a la Cámara Alta mientras el sistema electoral conceda una presencia reforzada a los partidos nacionalistas en la Cámara Baja y puedan plantear aquí sus exigencias amagando contra la estabilidad del Gobierno.

Los Tribunales encargados de velar por la Constitución son conscientes de la trascendencia política de sus decisiones. No será la primera vez que el ambiente de tensión política creado por una Sentencia les haya llevado a hacer un alto en el camino, antes de reemprender una nueva línea jurisprudencial que haya despertado grandes resistencias conservadoras.

Ciertos desarrollos de los principios constitucionales sobre igualdad de derechos pueden irse acompasando, a medida que van obteniendo el respaldo de amplios sectores de la ciudadanía; pero vaciar de contenido los instrumentos de gobierno de quien tiene que velar por el equilibrio unidad-pluralidad-solidaridad es un cambio no reversible de los principios y herramientas que sustentan el proyecto de España suscrito en 1978.

No va a ser fácil encauzar una situación que va adquiriendo vuelo propio y que siempre contará con voluntarios dispuestos a complicarla. Es lo que pasa cuando se sustituye el terreno de la razón por el de la mitología y los sentimientos.

martes, 16 de octubre de 2012