miércoles, 28 de julio de 2010

Deconstruir España

Durante las largas vísperas y fechas posteriores a la Sentencia del Estatut, he oído y leído muchos comentarios. Sobre todo dos me han llamado la atención. Rezan, más o menos, así: “…se trata del encaje de Cataluña en España” o “…la Sentencia deroga el Pacto Constitucional…se ha terminado una etapa”…

España como Estado, es decir la organización política que presenta hoy la sociedad española, compleja, difícil, de pasado conflictivo y --con frecuencia—trágico, no es el fruto de un trabajo de diseño, ni mucho menos de una improvisación. Sino de siglos de acción política, de diplomacia dinástica, de guerras civiles o contra otros Estados, de persecuciones religiosas...para lograr una cierta unidad de la base social ("nacional") del Estado, condición indispensable para la viabilidad de éste.

La existencia del Estado moderno no es un fin en sí mismo, aunque demasiadas construcciones filosóficas lo hayan divinizado en el ámbito de la cultura occidental. Se trata, simplemente, de una forma de organización política que fue demostrando su idoneidad para resolver problemas básicos de una comunidad humana, en un ambiente histórico y geográfico determinado: seguridad frente a ataques extranjeros, paz en los caminos,unificación del Derecho y de la justicia y, poco a poco, consolidación y protección de un espacio económico "nacional", establecimientos educativos, sanitarios, asistenciales... Hay una simbiosis entre sociedad y Estado en la que, si las cosas funcionan, ambas partes salen beneficiadas y la simbiosis se fortalece.

Pero ni los límites, ni la población, ni la forma política de un Estado se configuraron rápida, ni simple, ni pacíficamente. De ningún Estado de los actuales, ni de los que alcanzaron existencia y viabilidad en el pasado.

Por eso me parece pertinente la pregunta ¿tiene sentido deconstruir España, no como realidad sociológica, sino como Estado, como organización política? . Sé que descomponer el Estado español, implicaría socavar la cohesión que pueda tener hoy España como sociedad. Esa España cuya existencia omite por sistema el lenguaje de los que, simultáneamente, utilizan cualquier clase de mitología doméstica, de relato fundacional con reverberancias épicas, para convencernos de que su comunidad territorial es una Nación, pero de verdad.

¿Tiene sentido desmontar el Estado español, que actualmente funciona como un Estado democrático, para fundar otros Estados cuya viabilidad está por ver y cuya soberanía e capacidad de influencia estarán muy por debajo de las del Estado español tal y como hoy lo conocemos?. Y digo más: cuyas capacidades de garantizar derechos de ciudadanía --que es la cuestión más importante para algunos, entre los que me encuentro--, de evitar la reinstauración de oligarquías y caciquismos de última generación y de mantener sistemas políticos que podamos reconocer como democráticos, son una incógnita.

Los Estados realmente existentes son sujetos históricos. Nacen, evolucionan, pueden incorporarse a otros Estados o a sistemas políticos más amplios y pueden también fragmentarse, dando a luz nuevos Estados.

Tengo la sensación, y la pesadumbre, de que España como país puede estarse de nuevo acercando a una de esas encrucijadas tan características de su historia. Y, frecuentemente, tan conflictivas y tal inútiles. Quienes estén trabajando en la dirección de deconstruir España como Estado, lo que implicará su deconstrucción como país, están en su derecho. Pero deben hacerlo abiertamente. Y, me atrevo a sugerirles, franca y democráticamente.

El Estado de las Autonomías tiene sus límites. Y el primero de ellos lo marcan los principios e instrumentos políticos que identifican la presencia de un Estado. Si quieren podríamos hablar de cómo se fijaron en otros países, incluso con regímenes federales, Estados Unidos por ejemplo. Y los límites están asociados a aquellos poderes (aquellas competencias, dicho en jerga jurídica) que permiten a un Estado funcionar como tal y cumplir las tareas que la sociedad espera de él. Que son tareas esenciales.

Más allá de esos límites hay otra cosa: nuevos Estados independientes, una confederación o liga de Estados…

El Estado de las Autonomías, tal y como funciona realmente, puede integrar Comunidades Autónomas con competencias diferentes. Pero no va a metabolizar la existencia de Comunidades Autónomas con más autonomía y otras con menos. Que es en realidad lo que quieren decir, pero no abiertamente, lo que hablan de “hechos diferenciales” o del encaje de alguna Comunidad en el Estado.

Entre otras razones, porque uno de los factores que más está dificultando la consolidación de la España de las Autonomías como un sistema que funcione con suficiente estabilidad y que pueda ahormarse al modo federal, es un sistema electoral que prima permanentemente el particularismo y lo convierte a cada poco en árbitro de la política española. Este sistema electoral tiene sus orígenes. Y los orígenes, su explicación histórica. Pero una cosa son los orígenes y sus causas y otra sus efectos.

No creo que haya un Estado federal con un sistema electoral de estas características. Pero ese mismo sistema electoral también alienta la emulación, la equiparación constante de competencias entre unas Comunidades y otras. Y un sentimiento igualitarista que impide la existencia de Comunidades de primera y de segunda. Y coloca al sistema autonómico en una vorágine permanente que ya lo ha situado en las fronteras de sí mismo.

Estoy convencido que la estrategia de deconstrucción del estado de las Autonomías, o la de aprovechar sus mecanismos para desnaturalizarlo o convertirlo en otra cosa, tiene hoy menos sentido para todos y para cada uno de los pueblos de España que nunca. Si quienes están por la tarea acaban condicionando la dirección política del país, por favor paren. Que yo me bajo.

miércoles, 14 de julio de 2010

España autonómica: abierta, pero estable

El Estado de las Autonomías no es el mejor de los mundos imaginables. Pero es un sistema político que ha permitido encauzar problemas pendientes durante todo el proceso de unificación política de España: es decir, de su configuración como Estado. Problemas que no han sido meros endemismos ibéricos, sino similares a los de otros países europeos.

Esto ha sido posible porque se definieron acertadamente sus principios: unidad, pluralidad territorial y solidaridad. Y luego se tradujeron en mecanismos jurídico-políticos apropiados. Esos mecanismos, como asignar potestades de dirección política a las instituciones estatales en garantía de la unidad y solidaridad; crear las Comunidades Autónomas con un amplio campo de autogobierno y, en consecuencia, de participación en el poder legislativo del Estado; la distribución competencial; la existencia de un sistema de financiación común, que no debe ser la suma de 17 sistemas… no son caprichosos. Al contrario, están inspirados en tradiciones y técnicas federalistas contrastadas. Tampoco son estáticos, sino evolutivos. Pero tienen sus límites, más allá de los cuáles el sistema político se convierte en uno distinto. Y el modelo autonómico, en otro modelo de Estado.

La Sentencia del Tribunal constitucional contribuye a ir localizando los linderos del sistema autonómico. Esa es la función de la jurisdicción constitucional, referida esta vez a la dimensión territorial del Estado refundado por la Constitución de 1978.

El Tribunal Constitucional, con sus achaques y contradicciones, cumple una función imprescindible: la de garantizar que la Constitución es una norma jurídica efectiva y, además, la norma suprema del Ordenamiento. Y lo es, porque expresa un pacto político que refunda el Estado español, sobre bases de libertad, de pluralismo (político y territorial) y de solidaridad (entre los ciudadanos y entre los territorios).

Una norma cuya aplicación no está garantizada, a través de un procedimiento jurídico que acabe sancionando su incumplimiento, no es una norma jurídica. Garantizar la supremacía efectiva de la Constitución hace posible conciliar democracia y libertades, hacer valer el principio de la mayoría y salvaguardar los derechos de los individuos y de las minorías de cualquier naturaleza, la primacía de los intereses generales y el respeto a la diversidad territorial y a los derechos que tienen en esa diversidad su fundamento.

La Constitución española descansa en una premisa, en una decisión política fundamental: España tiene la suficiente consistencia sociopolítica, histórica, cultural, y el pueblo español la voluntad, para sustentar un Estado. Y así lo establece. Y como lo establece sobre principios de libertad y de democracia, el poder político emana del pueblo, titular de la soberanía. Que es quien aprueba la Constitución y, con ella, un modelo de convivencia entre las personas y los pueblos de España. Este es el núcleo esencial del momento constituyente.

A partir de ahí, todo el sistema político, la conformación de sus instituciones, su funcionamiento, la toma de decisiones legislativas, es poder constituido. Es ejercicio del poder constituido la aprobación o la reforma de un Estatuto de Autonomía, aunque intervengan decisivamente las Cortes Generales y sea refrendado por el pueblo de una Comunidad Autónoma.

Por eso, equiparar política o jurídicamente el referéndum en Catalunya y el Estatuto con la Constitución, que es lo que hacen quienes le niegan al Tribunal Constitucional la potestad de anular determinados preceptos del Estatut por considerarlos inconstitucionales, es dar por sentada la soberanía del pueblo catalán, afirmar que no existe poder superior --nota esencial de la soberanía— en el terreno político y en el jurídico. Y quebrar la premisa esencial de la España de las Autonomías. Para desembocar en un sistema mejor o peor. Viable o no. Distinto, en cualquier caso.

Lo mismo ocurre cuando, a través de los Estatutos, por mucho que los aprueben las Cortes Generales, también sometidas a la Constitución en su quehacer legislativo, se trata de diseccionar y repartir funciones esenciales del Estado. La función de dirección política, por ejemplo. Eso ocurre cuando se recogen, en los Estatutos, condicionantes a la utilización de herramientas indispensables para el ejercicio de la función de dirección del sistema político, como son los Presupuestos Generales del Estado, cuya formulación corresponde en exclusiva al Gobierno. O cuando se pretende regular desde los Estatutos la financiación autonómica, troceándola, convirtiéndola en una suma de diversas regulaciones separadas. Con estas iniciativas también se entra en una línea de fractura con el modelo autonómico fundado en la Constitución.

La España autonómica debe continuar evolucionando. Los sistemas federales, en cuyo campo está situada, evolucionan. Es más, su aptitud evolutiva es una de sus más fecundas características. Pero necesita también estabilidad. No puede estar en un momento constituyente perpetuo, ni sometida a una vertiginosa transformación constante. Ni a un permanente cuestionamiento de sus principios y de sus instrumentos. Porque de una suficiente estabilidad depende la eficacia de cualquier sistema político a la hora de dar respuestas a la sociedad, a sus problemas y a sus expectativas. Y de su eficacia, su aceptación por la ciudadanía. Es decir, su legitimidad y su solidez. Cerrada no, sino abierta. Abierta, evolutiva, pero estable.

En las actuales circunstancias, frente a una globalización que ha ido afinando sus instrumentos y sus poderes siguiendo la querencia genética del poder: eludir controles, emanciparse, desembarazarse de toda responsabilidad ante la sociedad, es imprescindible ampliar la perspectiva sobre el desarrollo autonómico. Ya no podemos contemplar sólo la perspectiva descendente. El flujo del poder hacia abajo. Hay que completar esa perspectiva con la inaplazable necesidad de construir la unidad política europea. Y esto implica transferencia del poder hacia arriba, hacia un espacio de decisión supraestatal y hacia las instituciones que lo representan. Y afianzar la democratización y el control ciudadano de ese poder europeo.

Ya no podemos seguir pensando la España autonómica como en estas tres décadas. En un clima de forcejeo controlado de las Comunidades Autónomas con el Estado, patrocinado por los nacionalistas periféricos e imitado por buena parte de los actores políticos. Como si el universo empezara y terminara aquí. Los poderes de la globalización, llamados anónimamente los mercados financieros, y los intereses que representan han demostrado su capacidad para doblegar a los gobiernos democráticos y obligarles a renunciar a prioridades políticas refrendadas por las urnas. Y, desde luego, para triturar el autogobierno de las entidades territoriales. Fortalecer Europa es también, en la hora actual, afianzar la autonomía de nacionalidades y regiones. Llámenlas como Vds. quieran. Simplemente, los pueblos de España y de los demás países europeos. Ya no vale la perspectiva tradicional. Y quienes mejor deberían entenderlo son los nacionalistas. Nacionalistas españoles o nacionalistas “periféricos”.

jueves, 1 de julio de 2010

Canarias bien vale un acuerdo

A principios de los setenta, cuando los de mi generación íbamos alcanzando la mayoría de edad, recuperar la libertad, sacar a España del aislamiento y del atraso y tratar de configurar una sociedad más justa constituían una misión colectiva ilusionante y movilizadora. El compromiso político, además de arriesgado, estaba aureolado de cierto prestigio social, excepto en los ambientes del Régimen.

Durante un buen trecho de esta etapa democrática, la actividad política siguió siendo algo socialmente respetado. Sin embargo, las cosas han cambiado. Gran parte de la ciudadanía desconfía de la política y de los políticos. Es el fruto de muchos factores, sin que sea el menor de ellos la dimensión que ha alcanzado la corrupción y sus efectos devastadores sobre la credibilidad de las instituciones.

La crisis, con todas sus secuelas humanas. La competencia en la economía global de los países emergentes a base de productividad, bajos costes sociales y estrategias --incluyendo, en el caso de China, el mantenimiento artificialmente bajo del valor de su moneda- volcadas en la actividad exportadora. La hegemonía del sector financiero sobre las actividades productivas y sobre los gobiernos democráticos. La imposición despiadada de intereses disfrazada de teoría económica neoliberal. El descaro de los promotores del hundimiento financiero oponiéndose a toda regulación y a cualquier mecanismo de protección de los consumidores. El retroceso de las políticas de redistribución de rentas hacia las clases bajas y de la progresividad en los tributos. Este panorama desolador nos impone a todos el reto de una reflexión y un diálogo que ayuden a definir una nueva misión colectiva a la que aplicar todas las energías disponibles.

Este esfuerzo es imprescindible realizarlo en todos los ámbitos territoriales. Quiero decir que cualquier país con un mínimo de entidad económica y de capacidad para gobernarse, tenga o no entidad estatal, está obligado a hacerlo. Ya que, si algo ha puesto definitivamente en la picota la gestación y la evolución de esta gran depresión, así como el poder y la actitud de sus protagonistas, los poderes financieros, es el viejo concepto de soberanía y, lo que es más grave, su formulación última como soberanía popular en el marco del Estado Nacional: es decir, los fundamentos de la democracia.

Y más, si sus problemas -como sufrir el 30% de paro, fracaso educativo y el crecimiento de las desigualdades sociales, después de varios lustros de crecimiento vertiginoso-, sus incertidumbres y sus expectativas tienen rasgos peculiares. Éste es el caso de Canarias.

Nuestra participación en Europa, en la España de las Autonomías, lo determinante para nuestros intereses de las estrategias que se definan en estos espacios de decisión -o de las que no se definan- no nos relevan en absoluto de afrontar el reto de nuestra propia reflexión, de nuestro esfuerzo por definir unos objetivos de país, una “Misión Canarias” que nos concierna y nos comprometa a todos.

La agenda de asuntos está probablemente en la mente de muchos: mejora de la calidad democrática (incluida la reforma del sistema electoral), reformas institucionales y viabilidad de un edificio administrativo de cuatro plantas; equilibrio entre simplificación y garantías del interés general en los procedimientos de toma de decisiones; turismo-construcción y diversificación de la economía; sistema educativo; desarrollo y protección de la naturaleza; sostenibilidad de los servicios públicos; actualización del Régimen Económico y Fiscal, previo balance sobre sus mecanismos vigentes y la consecución de los fines que los justifican; lucha contra la pobreza; nuestro rol en el entorno africano….Debe, en todo caso ser una agenda abierta.

No es del contenido de la agenda de lo que quiero ocuparme. Otros podrán hacerlo mejor. Sino de las reglas de juego que, sin dobleces, resultan esenciales para que esta tarea sea simplemente abordable. Porque es necesaria, debemos hacerla posible. Se trata exactamente de poner a un lado mensajes vacíos como “hay que arrimar el hombro”, “hay que remar en la misma dirección” --pero sin dirección identificable o hacia una dirección impuesta desde los cenáculos del poder político o económico--. Se trata de contar con todos sin deslegitimar de antemano a nadie. Se trata de tener la grandeza suficiente para renunciar a réditos particulares, de corto vuelo.

Esa grandeza ha de exigirse especialmente a los que se han acostumbrado a jugar, desde una posición privilegiada, con las cartas marcadas. A los sectores ya habituados a dictar la agenda política a las Instituciones hasta el nivel más concreto: el de los proyectos de infraestructuras y servicios. A tratar de imponernos a todos los canarios, a través de la influencia asfixiante del dinero sobre la política y sobre el sistema de medios informativos, su propio relato sobre lo que nos conviene a todos, en un remedo provinciano de aquel lo-que -conviene- a- General Motors- conviene-a-Estados Unidos.

Insisto en ello porque la experiencia demuestra en todos lados que, en circunstancias excepcionales --y las actuales lo son--, el pueblo llano suele responder con un patriotismo desinteresado. Como recuerda el maestro de historiadores, Domínguez Ortiz, “se aprecia un contraste con las clases dirigentes, los que tenían algo que perder” (España, tres milenios de historia).

El clima imprescindible para posibilitar acuerdos no es compatible con la actitud infantil de predicar el liberalismo y aprovechar a fondo subvenciones y negocios, capturando políticas, que pagamos todos: porque se financian con dinero de los contribuyentes y porque los efectos externos negativos suponen una factura, por ejemplo en deterioro medioambiental e hipoteca de futuro, a pagar por juan canario , sus hijos y sus nietos. Como siempre ha sido.

Tampoco es compatible con el intento de considerar indiscutibles determinados mantras del pensamiento económico. Simplemente por respeto a la inteligencia de todos. Hay criterios que se pueden compartir, como que las bases de una economía sana no son compatibles con un déficit público o una inflación rampantes. Pero de ahí a caer en la histeria sobre el control del déficit, la retirada inmediata de los estímulos públicos para dinamizar la actividad económica y el equilibrio presupuestario hay un trecho. Por cierto, el premio Nobel Stiglitz alude con gracia a cómo los halcones del déficit pidieron vacaciones mientras se aprobaban las astronómicas inyecciones de dinero público para rescatar el sistema bancario norteamericano, para reincorporarse justo a tiempo para oponerse a las ayudas a los sectores sociales más afectados por la crisis.

Crear ese ambiente no obliga a nadie a renunciar al margen de influencia que le corresponda por su situación política, económica, científica o por la representación de intereses sociales que ostente (o crea ostentar). Se trata de no negársela a nadie. Y de tomar en cuenta las propuestas por su propia consistencia y no en función de quién las formule.

Como comprenderán, no es fácil -visto lo visto- que estemos todos a la altura de las circunstancias. Sé perfectamente que esto es Canarias. Que aquí también existe una versión criolla de quienes no aceptan el derecho de nadie más a gobernar. De quienes creen que libertad económica consiste en libertad de hacer negocios sin escrúpulos. Variante macaronésica de quienes viven en un “extraño universo alternativo” (Krugman, también premio Nobel de economía) en el que los responsables de la crisis no son los banqueros avariciosos, sino los funcionarios de los gobiernos. Pero Canarias lo necesita y nos lo exige.

El gran acuerdo que permitió restaurar la democracia, aprobar la Constitución y hacer posible este tiempo de convivencia, no fue sólo un pacto político sino también social. Aunque la avaricia insaciable de algunos tienda a olvidarlo.