lunes, 20 de febrero de 2012

COMPETENCIAS SOBRE LAS AGUAS CANARIAS

Si no he entendido mal, el Gobierno de Canarias pretende sustentar su oposición a la fiebre petrolífera de Soria (que se venía venir) en la flamante Ley de aguas canarias de 2010.

Mi opinión al respecto, después de examinar el texto de la Ley, es que: A) tiene muy poca sustancia normativa y B) no ha modificado la distribución competencial establecida por la Constitución y el Estatuto de Autonomía de Canarias.

La finalidad de los promotores de la Ley era la de precisar mejor el ámbito espacial de la Comunidad Autónoma, incluyendo las aguas archipielágicas, a efectos del ejercicio de las competencias que Canarias tiene atribuidas a través de bloque Constitución-Estatuto. Pero no alterar el reparto competencial, cosa que no podía realizarse a través de una Ley estatal ordinaria.

Creo que esa operación de delimitar las aguas canarias era y es necesario realizarla mediante la reforma del Estatuto de Autonomía (art. 147.2.b de la Constitución), ya que afecta al ámbito espacial de nuestro autogobierno, precisando el alcance geográfico de las Leyes, decisiones políticas y el de las funciones y actividades de las Administraciones Públicas Canarias.

Creo que, en materia de prospecciones o explotación de recursos petrolíferos, la Ley no tiene incidencia competencial alguna. Lo dice explícitamente en el párrafo 2 del Artículo Único.

Sin embargo, ello no debilita en absoluto la afectación a importantes competencias autonómicas que producirán las decisiones del Gobierno de España, autorizando la investigación o el aprovechamiento de yacimientos petrolíferos en el lecho y subsuelo de las aguas jurisdiccionales o de las aguas comprendidas en la zona económica exclusiva del entorno del Archipiélago: ordenación de la actividad económica regional (art. 31.4), ordenación del territorio y de los espacios naturales protegidos (art. 30.15 y 16), turismo (art.30.21) y protección del medio ambiente, incluidos los vertidos en el ámbito territorial de la C.A. (art.32.12),

Es evidente que, si el ámbito espacial de la nuestra autonomía comprende sólamente el territorio insular y las aguas interiores delimitándolas isla a isla --como hasta ahora--, o si incluye también las aguas archipielágicas (Aguas Canarias, como las denomina la nueva Ley), van a resultar afectadas por las decisiones estatales competencias esenciales del Archipiélago. Competencias sin cuyo reconocimiento y ejercicio, la autonomía sería un juego de las casitas.

Precisamente por eso, los socialistas canarios defendimos que el Gobierno de España no autorizara prospecciones ni extracciones petrolíferas en esta zona sin que hubiera consenso con las Instituciones canarias. Y conseguimos que el Ejecutivo estatal aceptara y mantuviera ese criterio. Puedo decirlo con conocimiento de causa porque esa posición la mantuve en la Tribuna del Parlamento el 27 de abril de 2005, en el debate de una Proposición No de Ley que presentaron CC y PP, aunque luego los de Coalición reconsideraron su postura.

Consensuar no es meramente escuchar, ni conceder trámite de audiencia.

La posición de Soria en este tema o la que ha adelantado Miguel Cabrera sobre la modificación del R.E.F., advirtiendo que se decidirán unilateralmente por el Gobierno estatal y la mayoría absoluta que le sustenta, expresan una clara involución y un intento de recortar nuestra Autonomía.

En un sistema político basado en una amplia descentralización del poder y en el reconocimiento de autonomía política a las comunidades territoriales (nacionalidades y regiones las denomina la Constitución), aunque algunas competencias se denominen exclusivas es habitual que en su ejercicio se vean afectadas las competencias de otros entes, incluso las definidas formalmente como exclusivas de éstos.

Por eso el funcionamiento real del Estado Autonómico requiere lealtad y colaboración. Y cuando el ejercicio de las competencias corresponde al Gobierno o a la Administración Pública, sean estatales o autonómicas, se ha de “Ponderar, en el ejercicio de las competencias propias, la totalidad de los intereses públicos implicados y, en concreto, aquellos cuya gestión esté encomendada a las otras Administraciones”. Es lo que establece el art.4.1.b de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas, vinculante tanto para las autoridades estatales como las autonómicas. Lo que fijó esta Ley, que entró en vigor en 1992, fue una práctica ya que ya venía establecida por requerirlo así la propia naturaleza del sistema autonómico.

En el Derecho Constitucional --y las normas que regulan las relaciones entre el Estado y las Comunidades Autónomas, la distribución de competencias y su régimen de ejercicio pertenecen a este ámbito-- los usos juegan un papel regulador muy importante. Usos que completan el contenido de las normas escritas, afianzando los principios en que se asienta el orden jurídico y el sistema político.

En los treinta años de autonomía hay asuntos cuya definición política y legislativa ha sido siempre el fruto de acuerdos entre las Instituciones estatales y canarias. Asuntos importantes para Canarias: nuestras peculiaridades en el marco europeo, el R.E.F… El tema de las prospecciones petrolíferas, por su trascendencia, se había incorporado a los asuntos a decidir mediante acuerdo.

Y ésta forma de funcionar es la que quiere cambiar el PP, cambiando las reglas de juego en mitad del partido. Pésima actitud y peor precedente.

Por eso, recomendaría al Partido Socialista Canario y a Coalición Canaria que reconsideren la decisión de cambiar sobre la marcha la forma de elección establecida en la Ley del Consejo Consultivo y en las de otros órganos dependientes del Parlamento. Por dos razones: porque refleja una pésima actitud democrática y porque le dan coartadas al PP para cometer los atropellos que se traen entre manos. No son sólo atropellos contra los partidos que gobiernan en Canarias. Sino contra algo mucho más importante: contra los intereses y la autonomía del Archipiélago.

miércoles, 15 de febrero de 2012

GOBERNAR JUZGANDO

La Sentencia dictada por el Tribunal Supremo condenando al juez Garzón por haber autorizado las escuchas durante la investigación del caso Gürtel, ha desencadenado una tormenta de reacciones. Amplios sectores de la opinión pública consideran que la condena es injusta. Que es el preludio de la impunidad de toda la trama de corrupción que afecta a numerosos cargos públicos del PP.

La derecha política, judicial y mediática ha cerrado filas defendiendo la imagen del Tribunal Supremo y ha respondido a las críticas de prestigiosos periódicos como el New York Times con un carpetovetónico “no nos entienden, no están informados”, que es una mera modulación del Spanish is different de tan pintoresco y amargo recuerdo.

En esta España nuestra existe un prejuicio muy generalizado, pero no inocente, sobre el carácter intangible del poder judicial y el trato reverencial que debe dispensarse a sus componentes y a sus decisiones.

Quiero decir al respecto dos cosas: la primera es que no hay ninguna razón para que un poder del Estado cuya extracción no es democrática deba ser tratado con más respeto que a quienes representan la soberanía popular: el Parlamento y el Gobierno. Las decisiones del poder legislativo, a cuyo imperio está sometida la función judicial, son objeto de las más agrias críticas en una sociedad democrática. Y así debe ser. ¿Por qué no puede criticarse con igual intensidad una sentencia?

Si a una decisión del Parlamento, como la de establecer la asignatura de Educación para la Ciudadanía, la jerarquía de la Iglesia Católica --que ha disfrutado durante siglos de una posición hegemónica en el sistema educativo de nuestro país aprovechándolo para el adoctrinamiento religioso-- y la derecha política la han criticado con una intensidad sólo proporcional a su falta de fundamento, no hay ningún argumento ni legal ni político que impida criticar a fondo las Sentencias del Tribunal Supremo, ejerciendo libertades esenciales en una sociedad democrática.

Segunda: en mi opinión, una de las causas de esta sacrosantitas tiene que ver con que el poder judicial es el único que puede protegerse a sí mismo. Tiene en exclusiva las llaves de la cárcel desde que las revoluciones burguesas se las arrebataron al poder ejecutivo: al Rey y a sus ministros. El poder judicial es el único poder del Estado que puede ejercer, Código Penal en mano, su autotutela. De hecho, el poder judicial ha suavizado, casualmente durante la larga etapa de gobierno de Felipe González, la interpretación de las normas que protegen la imagen y el honor de las demás autoridades del Estado, con la doctrina de que están expuestas por su propia condición a un nivel más intenso de crítica que el resto de los ciudadanos.

Cuando constaté que el poder judicial estaba levantando la veda contra las demás autoridades públicas, democráticamente elegidas, dando carta de naturaleza a un concepto ilimitado de la libertad de expresión, me imaginé que podrían cambiar de doctrina cuando en España se produjera un ciclo conservador. Me equivoqué, de medio a medio.

¿Saben por qué? Porque cuando la derecha recupera el control de la situación no es fácil encontrar canales informativos para ejercer la simple crítica política, no ya la agresión despiadada, contra los cargos públicos. Los gobernantes conservadores no suelen verse en el trance de tener que defenderse ante los Tribunales. Simplemente se vacunan contra posibles agresiones contra su reputación, sugiriendo amablemente a los propietarios de las cadenas y editoriales “serias” que restablezcan el sabio principio de que una cosa es la libertad y otra el libertinaje.

El poder judicial desempeña, sin otra legitimidad democrática que la que les suministre la legalidad que deben aplicar, una de las más importantes funciones de gobierno: la de resolver los conflictos que surgen entre los ciudadanos o entre éstos y el poder político.

El Estado Moderno no se afianzó como Estado legislador, sino como Estado juez. El poder de los príncipes y monarcas que construyeron el Estado se afirmó como jurisdicción suprema, arrogándose frente a las jurisdicciones señoriales el poder de dictar la sentencia definitiva. Por eso la actividad jurisdiccional es un elemento esencial del gobierno de un país y sus consecuencias políticas pueden ser trascendentales para definir las características y el rumbo de una sociedad. Recordando al prestigioso jurista norteamericano Bernard Schwartz, el juez del Tribunal Supremo debe ser, aunque tenga que desenvolverse en el marco del Derecho, más estadista que jurista. Y más en un caso como éste.

En mi opinión, aunque hayan intentado apurar el método jurídico para envolver su decisión, los magistrados del Supremo eran plenamente conscientes de que con su decisión estaban realizando un acto de gobierno de la máxima importancia. Y lo han hecho volcando sus propias convicciones ideológicas o prejuicios en los moldes e instrumentos de la técnica jurídica.

El Tribunal Supremo se ha esforzado en armar con argumentos técnicos una Sentencia condenatoria injusta. La entidad de la injusticia ha sido directamente proporcional al esfuerzo para justificarla técnicamente.

Algunas de las sentencias más relevantes de la historia de la democracia no eran un dechado de rigor y exquisitez técnico-jurídica, pero rebosaban de decencia moral y de sentido de la justicia. De ahí el impacto que tuvieron.

Porque la creación del Derecho es en realidad la lucha por el Derecho. Y esa lucha está completamente empapada de una idea de justicia que anida en el corazón de la mayoría de las personas.
Creo que esta Sentencia certifica en el plano judicial la involución que la sociedad española está sufriendo en todos sus ámbitos. Sin cambiar formalmente nuestra Constitución (con la excepción de la inicua Reforma-exprés pactada por el anterior Gobierno y el PP), una correlación de fuerzas extremadamente conservadora y regresiva está vaciando de contenido los fundamentos del modo de convivencia que surgió de la Transición.