viernes, 5 de marzo de 2010

El Partido Popular y las dictaduras

Para los neoconservadores, una dictadura no es tal si preserva la propiedad privada, la libre empresa y el mercado. Sólo cuando aparecen propiedad estatal y economía dirigida, consideran que empieza a haber dictadura. Pero si lo que falta es sólo la libertad política, como ocurre en Guinea, China, o como ocurrió en los regímenes franquista o pinochetista, el sistema político y social mantiene un no sé qué de homologable y visitable y no embargable.

En realidad, esa es una idea muy remota, precontemporánea, de libertad. La propiedad fue desde siempre, hasta los tiempos modernos, la única libertad. La que liberaba a uno de la esclavitud del hambre y de la pobreza. Se necesitaron milenios de civilización para que apareciera el concepto de libertad política. Que surgió como libertad de creencias, como libertad religiosa frente a la religión de Estado, que era un pilar esencial de la autoridad política. Como libertad y seguridad para disfrutar del patrimonio, frente a impuestos y confiscaciones arbitrarios (no taxation whitout representation). Y como libertad de movimientos frente a detenciones arbitrarias (habeas corpus). Luego como libertad de pensamiento y como libertad para expresarlo. Para proponer tales o cuales fórmulas para el buen gobierno de la sociedad.

Estos conservadores, que se llaman a sí mismos neoliberales, son en realidad muy poco liberales. Porque en su dimensión económica, liberalismo no es simplemente capitalismo. Es también libre competencia y ella necesita el papel arbitral del poder político, garantía de respeto a las reglas de juego, interdicción del tráfico de influencias y del uso de información obtenida en los aledaños del poder. Porque el mercantilismo era capitalismo, pero no liberalismo. Éste necesita economía de mercado; pero de buen mercado que permita la más eficiente asignación de recursos económicos. Que, por definición, son escasos y susceptibles de usos alternativos.

Por eso, cuando el Vicepresidente Dick Cheney y sus adláteres hacían jugosos negocios con el dinero de los Presupuestos federales para destruir Irak, y luego para reconstruirlo, no estaban actuando como liberales sino como aprovechados y truhanes. Que es exactamente lo que pasa por estos lares con unos cuantos que dicen ser liberales, pero que están oteando el panorama para calzarse los grandes contratos públicos, si fuera posible a dedo o trucando los concursos. Y las mejores reclasificaciones de suelo, con la ayuda inestimable de sus amigos gobernantes.

Sin embargo, aunque la libertad política tiene una vinculación indisociable con la dignidad humana y en ella reside su razón de ser y su alcance civilizatorio, es también un componente fundamental del liberalismo económico. Porque sin todo su instrumental: imperio de la Ley, separación de poderes, libertad de información y elecciones libres —que son técnicas de la libertad política, las que la hacen posible—, es una quimera intentar evitar el ventajismo económico, las grandes fortunas amasadas desde el poder y la corrupción, todos ellos incompatibles con un liberalismo económico digno de ese nombre. Si todas las lacras de la corrupción se dan, y hay que ver de qué manera, donde existe libertad política, apaga la luz y vámonos donde no existe. Pero a nuestros neocons, estas cosas no les inquietan. Por eso, Obiang bueno. Fidel, malo.

La libertad económica es el primer ingrediente de una sociedad libre. El primer ingrediente en la receta y el que sirve de base a los demás. Pero no es más importante que otros.

Que otros como la libertad política, que para la cultura contemporánea reviste mayor excelencia. Sin libertad económica, no hay libertad política. Justo por eso, y para que la libertad política alcance a todos, ya que emana directamente de la dignidad humana, los poderes públicos no pueden desentenderse de los que no disponen de los medios necesarios para vivir. Ni de los que padecen dificultades que quitan a la vida y a la libertad todo sentido. Ni de aquéllos esclavizados por la ignorancia o por la violencia. De ahí que muchas personas progresistas se identifiquen con las tradiciones del liberalismo. Y se sientan cercanos a Obama y lejos de Bush y Aznar.

La tortura, el asesinato y el encarcelamiento de los disidentes son intolerables. Lo es igualmente la censura informativa. Y son intolerables aunque sólo se den en un caso, en una sola ocasión, o afecten a una única persona. Y son intolerables con independencia de cómo se llame a sí mismo el sistema político que las perpetra. Y al margen de que las grandes cadenas de comunicación, los intereses de sus propietarios o los Gobiernos de los países más poderosos decidan difundirlas o silenciarlas. Y de que la opinión pública internacional esté pendiente de esas situaciones o las ignore.

Por eso, la diferencia de trato entre dos regímenes autoritarios es incompatible con la ideología liberal. Pero no con el neoconservadurismo del PP. Para el que, si hay propiedad privada y libertad de empresa, aunque sean sólo para los amigos del gobierno, no hay dictadura.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Las reglas no escritas de Soria

Vivir en un régimen constitucional resulta cómodo. Las personas de ideología autoritaria se establecen con facilidad en la democracia, porque es un sistema de contornos amables. La dictadura, en cambio, resulta inhóspita para los demócratas. Es un ambiente anaeróbico donde la existencia es insoportable.

Sin embargo, la aclimatación de la gente autoritaria a la democracia es superficial. No entienden que la democracia es algo mucho más, y más profundo, que la mera liturgia del voto para legitimar el poder de los gobernantes. La democracia aspira a sujetar a reglas civilizadas, ampliamente aceptadas, la lucha por el poder y el ejercicio del poder. Ambos fenómenos son cimarrones y se resisten a sujetarse a límite alguno. Esa tendencia la llevan en su código genético.

Y las reglas están escritas. Claro que están escritas. Está escrito que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, que la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y que actúa con pleno sometimiento a la ley y al Derecho, que los Tribunales controlan la legalidad de la actuación de la Administración así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican, que los jueces, magistrados y fiscales están sujetos exclusivamente al principio de legalidad…

Por eso a las personas de convicciones democráticas nos resultan inquietantes, 30 años después de la entrada en vigor de la Constitución de 1978, las referencias de Soria a unas reglas no escritas a las que debemos atenernos los políticos a la hora de relacionarnos. Las desconozco en absoluto. Y, si por la situación apurada a que sus propias andanzas le han conducido, esas reglas no escritas tuvieran algo que ver con alguna especie de pacto de caballeros para no denunciarnos unos a otros los abusos y corruptelas perpetrados en el ejercicio de los cargos públicos que los ciudadanos nos han confiado, a alguna variante del hoy-por-mí-mañana-por ti, a alguna especie de tácita hermandad para taparnos recíprocamente las vergüenzas, tendrá que darle las quejas a los que se consideren partícipes de esos sobreentendidos. A los demócratas, esa sórdida omertá nos parece nauseabunda.

La democracia, como el Estado de Derecho, es generosa. Aquí reside su fragilidad, pero también su grandeza y su fortaleza. Necesita reconstruir cada día su legitimidad, renovar la convicción de los ciudadanos de que es la forma de convivencia y de regular las relaciones entre el poder y la sociedad más acorde con valores de libertad y de dignidad, que son indisociables de la condición humana.

Por eso la democracia es sobre todo lucha y compromiso por la democracia. Porque nunca está del todo consolidada. Y menos en un país imaginario, España, --porque, según ciertos aliados de Soria, no existe ni como nación ni como pueblo-- que ha padecido durante siglos todas las modalidades políticas, culturales y sociales del autoritarismo. Y la manía que tienen los gobernantes autoritarios, y todas las especies y taxones del mismo género, de confundir sus propios intereses y los de sus deudos y allegados con el bien común.

La democracia y sus valores no se aprenden en un cursillo de formación acelerada. Individual y colectivamente hay que madurarlos despacio, a fuego lento. Son muy insuficientes las cuatro reglas que algunos memorizaron porque, después de la dictadura, ser demócrata se puso de moda. Y, por eso, cada vez que las cosas se complican, y no sirven las cuatro reglas, aflora la mirada siniestra del franquismo. Del que quedó atado y bien atado en las entrañas de ciertos ambientes sociales. De donde proceden algunos que han llegado al poder con la democracia. Como habrían llegado con la dictadura. Y con la misma obsesión: tomarse el poder como si fuera suyo y por siempre jamás.

martes, 2 de marzo de 2010