Vivir en un régimen constitucional resulta cómodo. Las personas de ideología autoritaria se establecen con facilidad en la democracia, porque es un sistema de contornos amables. La dictadura, en cambio, resulta inhóspita para los demócratas. Es un ambiente anaeróbico donde la existencia es insoportable.
Sin embargo, la aclimatación de la gente autoritaria a la democracia es superficial. No entienden que la democracia es algo mucho más, y más profundo, que la mera liturgia del voto para legitimar el poder de los gobernantes. La democracia aspira a sujetar a reglas civilizadas, ampliamente aceptadas, la lucha por el poder y el ejercicio del poder. Ambos fenómenos son cimarrones y se resisten a sujetarse a límite alguno. Esa tendencia la llevan en su código genético.
Y las reglas están escritas. Claro que están escritas. Está escrito que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, que la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y que actúa con pleno sometimiento a la ley y al Derecho, que los Tribunales controlan la legalidad de la actuación de la Administración así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican, que los jueces, magistrados y fiscales están sujetos exclusivamente al principio de legalidad…
Por eso a las personas de convicciones democráticas nos resultan inquietantes, 30 años después de la entrada en vigor de la Constitución de 1978, las referencias de Soria a unas reglas no escritas a las que debemos atenernos los políticos a la hora de relacionarnos. Las desconozco en absoluto. Y, si por la situación apurada a que sus propias andanzas le han conducido, esas reglas no escritas tuvieran algo que ver con alguna especie de pacto de caballeros para no denunciarnos unos a otros los abusos y corruptelas perpetrados en el ejercicio de los cargos públicos que los ciudadanos nos han confiado, a alguna variante del hoy-por-mí-mañana-por ti, a alguna especie de tácita hermandad para taparnos recíprocamente las vergüenzas, tendrá que darle las quejas a los que se consideren partícipes de esos sobreentendidos. A los demócratas, esa sórdida omertá nos parece nauseabunda.
La democracia, como el Estado de Derecho, es generosa. Aquí reside su fragilidad, pero también su grandeza y su fortaleza. Necesita reconstruir cada día su legitimidad, renovar la convicción de los ciudadanos de que es la forma de convivencia y de regular las relaciones entre el poder y la sociedad más acorde con valores de libertad y de dignidad, que son indisociables de la condición humana.
Por eso la democracia es sobre todo lucha y compromiso por la democracia. Porque nunca está del todo consolidada. Y menos en un país imaginario, España, --porque, según ciertos aliados de Soria, no existe ni como nación ni como pueblo-- que ha padecido durante siglos todas las modalidades políticas, culturales y sociales del autoritarismo. Y la manía que tienen los gobernantes autoritarios, y todas las especies y taxones del mismo género, de confundir sus propios intereses y los de sus deudos y allegados con el bien común.
La democracia y sus valores no se aprenden en un cursillo de formación acelerada. Individual y colectivamente hay que madurarlos despacio, a fuego lento. Son muy insuficientes las cuatro reglas que algunos memorizaron porque, después de la dictadura, ser demócrata se puso de moda. Y, por eso, cada vez que las cosas se complican, y no sirven las cuatro reglas, aflora la mirada siniestra del franquismo. Del que quedó atado y bien atado en las entrañas de ciertos ambientes sociales. De donde proceden algunos que han llegado al poder con la democracia. Como habrían llegado con la dictadura. Y con la misma obsesión: tomarse el poder como si fuera suyo y por siempre jamás.
Sin embargo, la aclimatación de la gente autoritaria a la democracia es superficial. No entienden que la democracia es algo mucho más, y más profundo, que la mera liturgia del voto para legitimar el poder de los gobernantes. La democracia aspira a sujetar a reglas civilizadas, ampliamente aceptadas, la lucha por el poder y el ejercicio del poder. Ambos fenómenos son cimarrones y se resisten a sujetarse a límite alguno. Esa tendencia la llevan en su código genético.
Y las reglas están escritas. Claro que están escritas. Está escrito que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, que la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y que actúa con pleno sometimiento a la ley y al Derecho, que los Tribunales controlan la legalidad de la actuación de la Administración así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican, que los jueces, magistrados y fiscales están sujetos exclusivamente al principio de legalidad…
Por eso a las personas de convicciones democráticas nos resultan inquietantes, 30 años después de la entrada en vigor de la Constitución de 1978, las referencias de Soria a unas reglas no escritas a las que debemos atenernos los políticos a la hora de relacionarnos. Las desconozco en absoluto. Y, si por la situación apurada a que sus propias andanzas le han conducido, esas reglas no escritas tuvieran algo que ver con alguna especie de pacto de caballeros para no denunciarnos unos a otros los abusos y corruptelas perpetrados en el ejercicio de los cargos públicos que los ciudadanos nos han confiado, a alguna variante del hoy-por-mí-mañana-por ti, a alguna especie de tácita hermandad para taparnos recíprocamente las vergüenzas, tendrá que darle las quejas a los que se consideren partícipes de esos sobreentendidos. A los demócratas, esa sórdida omertá nos parece nauseabunda.
La democracia, como el Estado de Derecho, es generosa. Aquí reside su fragilidad, pero también su grandeza y su fortaleza. Necesita reconstruir cada día su legitimidad, renovar la convicción de los ciudadanos de que es la forma de convivencia y de regular las relaciones entre el poder y la sociedad más acorde con valores de libertad y de dignidad, que son indisociables de la condición humana.
Por eso la democracia es sobre todo lucha y compromiso por la democracia. Porque nunca está del todo consolidada. Y menos en un país imaginario, España, --porque, según ciertos aliados de Soria, no existe ni como nación ni como pueblo-- que ha padecido durante siglos todas las modalidades políticas, culturales y sociales del autoritarismo. Y la manía que tienen los gobernantes autoritarios, y todas las especies y taxones del mismo género, de confundir sus propios intereses y los de sus deudos y allegados con el bien común.
La democracia y sus valores no se aprenden en un cursillo de formación acelerada. Individual y colectivamente hay que madurarlos despacio, a fuego lento. Son muy insuficientes las cuatro reglas que algunos memorizaron porque, después de la dictadura, ser demócrata se puso de moda. Y, por eso, cada vez que las cosas se complican, y no sirven las cuatro reglas, aflora la mirada siniestra del franquismo. Del que quedó atado y bien atado en las entrañas de ciertos ambientes sociales. De donde proceden algunos que han llegado al poder con la democracia. Como habrían llegado con la dictadura. Y con la misma obsesión: tomarse el poder como si fuera suyo y por siempre jamás.
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