El Estado de las Autonomías no es el mejor de los mundos imaginables. Pero es un sistema político que ha permitido encauzar problemas pendientes durante todo el proceso de unificación política de España: es decir, de su configuración como Estado. Problemas que no han sido meros endemismos ibéricos, sino similares a los de otros países europeos.
Esto ha sido posible porque se definieron acertadamente sus principios: unidad, pluralidad territorial y solidaridad. Y luego se tradujeron en mecanismos jurídico-políticos apropiados. Esos mecanismos, como asignar potestades de dirección política a las instituciones estatales en garantía de la unidad y solidaridad; crear las Comunidades Autónomas con un amplio campo de autogobierno y, en consecuencia, de participación en el poder legislativo del Estado; la distribución competencial; la existencia de un sistema de financiación común, que no debe ser la suma de 17 sistemas… no son caprichosos. Al contrario, están inspirados en tradiciones y técnicas federalistas contrastadas. Tampoco son estáticos, sino evolutivos. Pero tienen sus límites, más allá de los cuáles el sistema político se convierte en uno distinto. Y el modelo autonómico, en otro modelo de Estado.
La Sentencia del Tribunal constitucional contribuye a ir localizando los linderos del sistema autonómico. Esa es la función de la jurisdicción constitucional, referida esta vez a la dimensión territorial del Estado refundado por la Constitución de 1978.
El Tribunal Constitucional, con sus achaques y contradicciones, cumple una función imprescindible: la de garantizar que la Constitución es una norma jurídica efectiva y, además, la norma suprema del Ordenamiento. Y lo es, porque expresa un pacto político que refunda el Estado español, sobre bases de libertad, de pluralismo (político y territorial) y de solidaridad (entre los ciudadanos y entre los territorios).
Una norma cuya aplicación no está garantizada, a través de un procedimiento jurídico que acabe sancionando su incumplimiento, no es una norma jurídica. Garantizar la supremacía efectiva de la Constitución hace posible conciliar democracia y libertades, hacer valer el principio de la mayoría y salvaguardar los derechos de los individuos y de las minorías de cualquier naturaleza, la primacía de los intereses generales y el respeto a la diversidad territorial y a los derechos que tienen en esa diversidad su fundamento.
La Constitución española descansa en una premisa, en una decisión política fundamental: España tiene la suficiente consistencia sociopolítica, histórica, cultural, y el pueblo español la voluntad, para sustentar un Estado. Y así lo establece. Y como lo establece sobre principios de libertad y de democracia, el poder político emana del pueblo, titular de la soberanía. Que es quien aprueba la Constitución y, con ella, un modelo de convivencia entre las personas y los pueblos de España. Este es el núcleo esencial del momento constituyente.
A partir de ahí, todo el sistema político, la conformación de sus instituciones, su funcionamiento, la toma de decisiones legislativas, es poder constituido. Es ejercicio del poder constituido la aprobación o la reforma de un Estatuto de Autonomía, aunque intervengan decisivamente las Cortes Generales y sea refrendado por el pueblo de una Comunidad Autónoma.
Por eso, equiparar política o jurídicamente el referéndum en Catalunya y el Estatuto con la Constitución, que es lo que hacen quienes le niegan al Tribunal Constitucional la potestad de anular determinados preceptos del Estatut por considerarlos inconstitucionales, es dar por sentada la soberanía del pueblo catalán, afirmar que no existe poder superior --nota esencial de la soberanía— en el terreno político y en el jurídico. Y quebrar la premisa esencial de la España de las Autonomías. Para desembocar en un sistema mejor o peor. Viable o no. Distinto, en cualquier caso.
Lo mismo ocurre cuando, a través de los Estatutos, por mucho que los aprueben las Cortes Generales, también sometidas a la Constitución en su quehacer legislativo, se trata de diseccionar y repartir funciones esenciales del Estado. La función de dirección política, por ejemplo. Eso ocurre cuando se recogen, en los Estatutos, condicionantes a la utilización de herramientas indispensables para el ejercicio de la función de dirección del sistema político, como son los Presupuestos Generales del Estado, cuya formulación corresponde en exclusiva al Gobierno. O cuando se pretende regular desde los Estatutos la financiación autonómica, troceándola, convirtiéndola en una suma de diversas regulaciones separadas. Con estas iniciativas también se entra en una línea de fractura con el modelo autonómico fundado en la Constitución.
La España autonómica debe continuar evolucionando. Los sistemas federales, en cuyo campo está situada, evolucionan. Es más, su aptitud evolutiva es una de sus más fecundas características. Pero necesita también estabilidad. No puede estar en un momento constituyente perpetuo, ni sometida a una vertiginosa transformación constante. Ni a un permanente cuestionamiento de sus principios y de sus instrumentos. Porque de una suficiente estabilidad depende la eficacia de cualquier sistema político a la hora de dar respuestas a la sociedad, a sus problemas y a sus expectativas. Y de su eficacia, su aceptación por la ciudadanía. Es decir, su legitimidad y su solidez. Cerrada no, sino abierta. Abierta, evolutiva, pero estable.
En las actuales circunstancias, frente a una globalización que ha ido afinando sus instrumentos y sus poderes siguiendo la querencia genética del poder: eludir controles, emanciparse, desembarazarse de toda responsabilidad ante la sociedad, es imprescindible ampliar la perspectiva sobre el desarrollo autonómico. Ya no podemos contemplar sólo la perspectiva descendente. El flujo del poder hacia abajo. Hay que completar esa perspectiva con la inaplazable necesidad de construir la unidad política europea. Y esto implica transferencia del poder hacia arriba, hacia un espacio de decisión supraestatal y hacia las instituciones que lo representan. Y afianzar la democratización y el control ciudadano de ese poder europeo.
Ya no podemos seguir pensando la España autonómica como en estas tres décadas. En un clima de forcejeo controlado de las Comunidades Autónomas con el Estado, patrocinado por los nacionalistas periféricos e imitado por buena parte de los actores políticos. Como si el universo empezara y terminara aquí. Los poderes de la globalización, llamados anónimamente los mercados financieros, y los intereses que representan han demostrado su capacidad para doblegar a los gobiernos democráticos y obligarles a renunciar a prioridades políticas refrendadas por las urnas. Y, desde luego, para triturar el autogobierno de las entidades territoriales. Fortalecer Europa es también, en la hora actual, afianzar la autonomía de nacionalidades y regiones. Llámenlas como Vds. quieran. Simplemente, los pueblos de España y de los demás países europeos. Ya no vale la perspectiva tradicional. Y quienes mejor deberían entenderlo son los nacionalistas. Nacionalistas españoles o nacionalistas “periféricos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario