A principios de los setenta, cuando los de mi generación íbamos alcanzando la mayoría de edad, recuperar la libertad, sacar a España del aislamiento y del atraso y tratar de configurar una sociedad más justa constituían una misión colectiva ilusionante y movilizadora. El compromiso político, además de arriesgado, estaba aureolado de cierto prestigio social, excepto en los ambientes del Régimen.
Durante un buen trecho de esta etapa democrática, la actividad política siguió siendo algo socialmente respetado. Sin embargo, las cosas han cambiado. Gran parte de la ciudadanía desconfía de la política y de los políticos. Es el fruto de muchos factores, sin que sea el menor de ellos la dimensión que ha alcanzado la corrupción y sus efectos devastadores sobre la credibilidad de las instituciones.
La crisis, con todas sus secuelas humanas. La competencia en la economía global de los países emergentes a base de productividad, bajos costes sociales y estrategias --incluyendo, en el caso de China, el mantenimiento artificialmente bajo del valor de su moneda- volcadas en la actividad exportadora. La hegemonía del sector financiero sobre las actividades productivas y sobre los gobiernos democráticos. La imposición despiadada de intereses disfrazada de teoría económica neoliberal. El descaro de los promotores del hundimiento financiero oponiéndose a toda regulación y a cualquier mecanismo de protección de los consumidores. El retroceso de las políticas de redistribución de rentas hacia las clases bajas y de la progresividad en los tributos. Este panorama desolador nos impone a todos el reto de una reflexión y un diálogo que ayuden a definir una nueva misión colectiva a la que aplicar todas las energías disponibles.
Este esfuerzo es imprescindible realizarlo en todos los ámbitos territoriales. Quiero decir que cualquier país con un mínimo de entidad económica y de capacidad para gobernarse, tenga o no entidad estatal, está obligado a hacerlo. Ya que, si algo ha puesto definitivamente en la picota la gestación y la evolución de esta gran depresión, así como el poder y la actitud de sus protagonistas, los poderes financieros, es el viejo concepto de soberanía y, lo que es más grave, su formulación última como soberanía popular en el marco del Estado Nacional: es decir, los fundamentos de la democracia.
Y más, si sus problemas -como sufrir el 30% de paro, fracaso educativo y el crecimiento de las desigualdades sociales, después de varios lustros de crecimiento vertiginoso-, sus incertidumbres y sus expectativas tienen rasgos peculiares. Éste es el caso de Canarias.
Nuestra participación en Europa, en la España de las Autonomías, lo determinante para nuestros intereses de las estrategias que se definan en estos espacios de decisión -o de las que no se definan- no nos relevan en absoluto de afrontar el reto de nuestra propia reflexión, de nuestro esfuerzo por definir unos objetivos de país, una “Misión Canarias” que nos concierna y nos comprometa a todos.
La agenda de asuntos está probablemente en la mente de muchos: mejora de la calidad democrática (incluida la reforma del sistema electoral), reformas institucionales y viabilidad de un edificio administrativo de cuatro plantas; equilibrio entre simplificación y garantías del interés general en los procedimientos de toma de decisiones; turismo-construcción y diversificación de la economía; sistema educativo; desarrollo y protección de la naturaleza; sostenibilidad de los servicios públicos; actualización del Régimen Económico y Fiscal, previo balance sobre sus mecanismos vigentes y la consecución de los fines que los justifican; lucha contra la pobreza; nuestro rol en el entorno africano….Debe, en todo caso ser una agenda abierta.
No es del contenido de la agenda de lo que quiero ocuparme. Otros podrán hacerlo mejor. Sino de las reglas de juego que, sin dobleces, resultan esenciales para que esta tarea sea simplemente abordable. Porque es necesaria, debemos hacerla posible. Se trata exactamente de poner a un lado mensajes vacíos como “hay que arrimar el hombro”, “hay que remar en la misma dirección” --pero sin dirección identificable o hacia una dirección impuesta desde los cenáculos del poder político o económico--. Se trata de contar con todos sin deslegitimar de antemano a nadie. Se trata de tener la grandeza suficiente para renunciar a réditos particulares, de corto vuelo.
Esa grandeza ha de exigirse especialmente a los que se han acostumbrado a jugar, desde una posición privilegiada, con las cartas marcadas. A los sectores ya habituados a dictar la agenda política a las Instituciones hasta el nivel más concreto: el de los proyectos de infraestructuras y servicios. A tratar de imponernos a todos los canarios, a través de la influencia asfixiante del dinero sobre la política y sobre el sistema de medios informativos, su propio relato sobre lo que nos conviene a todos, en un remedo provinciano de aquel lo-que -conviene- a- General Motors- conviene-a-Estados Unidos.
Insisto en ello porque la experiencia demuestra en todos lados que, en circunstancias excepcionales --y las actuales lo son--, el pueblo llano suele responder con un patriotismo desinteresado. Como recuerda el maestro de historiadores, Domínguez Ortiz, “se aprecia un contraste con las clases dirigentes, los que tenían algo que perder” (España, tres milenios de historia).
El clima imprescindible para posibilitar acuerdos no es compatible con la actitud infantil de predicar el liberalismo y aprovechar a fondo subvenciones y negocios, capturando políticas, que pagamos todos: porque se financian con dinero de los contribuyentes y porque los efectos externos negativos suponen una factura, por ejemplo en deterioro medioambiental e hipoteca de futuro, a pagar por juan canario , sus hijos y sus nietos. Como siempre ha sido.
Tampoco es compatible con el intento de considerar indiscutibles determinados mantras del pensamiento económico. Simplemente por respeto a la inteligencia de todos. Hay criterios que se pueden compartir, como que las bases de una economía sana no son compatibles con un déficit público o una inflación rampantes. Pero de ahí a caer en la histeria sobre el control del déficit, la retirada inmediata de los estímulos públicos para dinamizar la actividad económica y el equilibrio presupuestario hay un trecho. Por cierto, el premio Nobel Stiglitz alude con gracia a cómo los halcones del déficit pidieron vacaciones mientras se aprobaban las astronómicas inyecciones de dinero público para rescatar el sistema bancario norteamericano, para reincorporarse justo a tiempo para oponerse a las ayudas a los sectores sociales más afectados por la crisis.
Crear ese ambiente no obliga a nadie a renunciar al margen de influencia que le corresponda por su situación política, económica, científica o por la representación de intereses sociales que ostente (o crea ostentar). Se trata de no negársela a nadie. Y de tomar en cuenta las propuestas por su propia consistencia y no en función de quién las formule.
Como comprenderán, no es fácil -visto lo visto- que estemos todos a la altura de las circunstancias. Sé perfectamente que esto es Canarias. Que aquí también existe una versión criolla de quienes no aceptan el derecho de nadie más a gobernar. De quienes creen que libertad económica consiste en libertad de hacer negocios sin escrúpulos. Variante macaronésica de quienes viven en un “extraño universo alternativo” (Krugman, también premio Nobel de economía) en el que los responsables de la crisis no son los banqueros avariciosos, sino los funcionarios de los gobiernos. Pero Canarias lo necesita y nos lo exige.
El gran acuerdo que permitió restaurar la democracia, aprobar la Constitución y hacer posible este tiempo de convivencia, no fue sólo un pacto político sino también social. Aunque la avaricia insaciable de algunos tienda a olvidarlo.
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