O si
lo hubo, pero algunos lo firmaron con
tantas reservas mentales que fue como si no lo hubiera habido.
Me
refiero a los que pensaban que España no existe, que carece en absoluto de
sustancia y que lo único real es la existencia de comunidades territoriales que
tienen entre sí muchas más diferencias
que parecidos. A partir de ahí han elaborado todo un lenguaje sobre la
plurinacionalidad y, con disciplina espartana, han sustituido en el discurso el
término España por el de Estado. Como si éste fuera un mero artificio de
gobierno (o de dominación) instalado
sobre la nada sociológica o histórica o cultural…
Y
también me refiero a los que nunca aceptaron que eso que llaman España
es plural y necesita organizar la convivencia entre las
personas y los territorios que refleje
esa manera de ser.
Cuando
observo la España autonómica de los últimos tiempos me convenzo de que si hubo
acuerdo constitucional, ya no lo hay. Que
los que nunca creyeron en el acuerdo y lo aceptaron por mera
conveniencia táctica, o porque no les quedaba otra, se han vuelto a encuevar en
su punto de partida. De donde en realidad
nunca habían salido.
Porque, aunque los hechos importan, no son
decisivos, puesto que lo que se discute es la manera de considerarlos (C. Gómez
y J. Muguerza, 2007).
Lo
singular de los tiempos recientes es que cada quien proclama su ideario sin
complejos. Desde los que siempre creyeron que el sistema autonómico era una
estación de tránsito hacia la soberanía de “su” nación, que sí es de
verdad, hasta los que al socaire del
panorama actual proclaman que el Estado de las autonomías es el de las
“anomalías” y que lo que se puede hacer con él, y se debe, es reorganizarlo en
profundidad “o incluso suprimirlo”
(Jorge De Esteban, el Mundo 23-7-2012).
No hay
ningún argumento, ni histórico, ni sociológico, ni comparativo (los demás
Estados-Nación occidentales se formaron ni más ni menos de la misma manera que
el Estado español, o sea con una mezcla de maquiavelismo, unidad religiosa
impuesta, limpiezas étnicas, guerra, diplomacia dinástica y con una base social
en general no más compacta que la de los pueblos ibérico) que pueda convencer a
los que de antemano están adheridos a un
relato cerrado a cualquier diálogo.
Ni
tampoco a los que no aceptan ni aceptarán otra idea de España que la de la
unidad de destino en lo universal.
En
estas cosas no hay argumentos inapelables. Lo que hay es una decisión
razonable, basada en experiencias históricas propias y ajenas que aconsejaban
poner en pie un sistema político y de convivencia que ayudara a establecer la
libertad, la unidad de los pueblos de España, el respeto y la solidaridad entre
ellos, es decir entre los españoles.
Pero
ese sistema, para ser viable y útil para alcanzar los fines que lo inspiran,
tiene que desenvolverse con arreglo a sus propios principios y fundamentos.
Por
eso las propuestas de reforma han de venir desde los que creemos en la España
de las Autonomías, que es España y España plural, pero no un simple puzle de
piezas territoriales y nada más.
Las
reformas del Estado de las Autonomías exigen un viaje a la semilla, a sus
propios orígenes. Y en el principio era la Constitución. Y dentro de ella el artículo 149, que contiene
los resortes imprescindibles para que el Gobierno de España sea el gobierno de un Estado y no otra cosa. No hay
nada más pernicioso que un gobierno que no puede gobernar los asuntos comunes.
El desarrollo autonómico no puede ser un asalto interminable a las competencias
exclusivas del Estado. Ni el sistema electoral al Congreso debe seguir
amplificando eternamente ese asalto, a costa del principio del voto igual.
Los
poderes del Gobierno, como la dirección de la política económica, están para
defender los intereses comunes a los españoles; pero no para desnaturalizar el
sistema, aprovechando la crisis como
estribo para una nueva recentralización.
Volver
a la semilla es recordar algunos consejos que
los Expertos (1981) nos brindaron cuando el desarrollo autonómico estaba bloqueado y la
democracia en peligro: que los parlamentos autonómicos no debían tener períodos
de sesiones permanentes, ni cobijar a un nuevo estamento de diputados con
sueldo; ni las Comunidades Autónomas, por mera inercia, un aparato administrativo completo. Buenos consejos
para tiempos difíciles, como los de ahora.
Luego
la democracia se asentó y la economía creció. Parecía que para siempre jamás.
El
panorama actual es otro. Toca recoger velas para salvar lo fundamental. Y lo
fundamental para muchos es que España existe y merece la pena. Y también un
sistema de convivencia entre sus pueblos en libertad. Y un tipo de gobierno que ayude a corregir desigualdades
e injusticias de antiguo. Porque con
demasiadas injusticias sólo puede haber demasiada poca democracia.
El
reto no es fácil. Si no lo acometen quienes crean en los valores
constitucionales, los cambios de todas formas se harán.
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