La reclamación de Independencia por parte de amplios sectores de la sociedad catalana ha hecho reverdecer múltiples proclamas federalistas. Se da un cierto paralelismo entre la identificación de la fórmula magistral que curará todos los padecimientos de Cataluña, la independencia, y la infusión federalista que resolverá el encaje de esa comunidad territorial en España. Dos actitudes, sendos sortilegios.
Se habla de transformar el Estado autonómico en un Estado federal que atienda la diversidad. Sin embargo, el federalismo es un sistema concebido para producir integración, de lo extenso o de lo diverso. Puede integrar diferencias, pero digiere mal la consagración de preferencias, que es lo que sugieren --como respuesta al envite catalán-- algunos ecos federalizantes.
La evolución del federalismo ha estado marcada por un fortalecimiento constante de los poderes de la Federación, a costa de los entes federados o Estados miembros. Afrontar situaciones de guerra, crisis económicas globales, fortalecer el mercado interior , corregir desequilibrios de renta y riqueza entre los territorios o desarrollar el Welfare State han sido, durante los siglos XIX y XX, coartadas tan eficaces para los Gobiernos federales como en su tiempo lo fueron la defensa de la Nación o la unidad religiosa para consolidar las Monarquías renacentistas, expropiando a los poderes feudales.
En estos ambientes federalizantes, pero casualmente también en los que claman por la independencia de Cataluña, hay una denigración generalizada de lo que llaman “café para todos”, como si la igualación sustancial del autogobierno de todas las comunidades Autónomas hubiera sido una mera ofrenda al españolismo más recalcitrante. Se olvida que la Constitución no estableció ninguna categorización entre nacionalidades y regiones sobre el calado de su autonomía y sí, por el contrario, definiciones muy precisas contra los privilegios económicos o sociales entre las diversas partes del territorio, o entre los ciudadanos por su pertenencia a las diferentes Comunidades Autónomas. Y no se toman en cuenta factores sociopolíticos de gran intensidad que han actuado a favor de la emulación y la equiparación competencial. Ni las dificultades de funcionamiento y los costes de mantener la estructura de un Estado unitario respecto a unos territorios y profundamente descentralizado en otros.
Vivimos una situación difícil en la que el lenguaje no está sirviendo para entendernos, a base de emplear las mismas palabras para decir cosas distintas.
Llamémosle como se quiera: Estado federal, Estado autonómico, federalismo asimétrico… lo que hay que discutir son estas tres cosas: si el Gobierno de España va a seguir disponiendo de las herramientas esenciales para ejercer la dirección política del país, o va a quedar sumido en una impotencia similar a la que la Unión Europea tiene que superar; si todos los entes territoriales, naciones, nacionalidades o regiones, van a disfrutar de un autogobierno similar en extensión y profundidad; si van a respetarse el principio de solidaridad territorial y las políticas y programas en que se materializa, dejando abiertos a la discusión y al acuerdo la cuantía y la evaluación de sus resultados; si va a ver una instancia arbitral, como en todos los federalismos, que resuelva los conflictos interpretando y aplicando la Constitución o restablecemos la dictadura rousseauniana de las mayorías.
Las diatribas contra el Tribunal Constitucional producen las coincidencias más pintorescas. Los argumentos son variaciones de la misma idea: con unas credenciales democráticas tan fuertes, la del Parlement, Congreso y Senado y el refrendo del pueblo catalán, la Reforma del Estatuto debió respetarse. Todas las normas que se someten al juicio de constitucionalidad tienen rango de Ley y, por tanto, los máximos avales democráticos y el Tribunal Constitucional debe fundar sus decisiones en la Constitución, en garantía de la supremacía de ésta y de las decisiones fundamentales que contiene. Y eso es exactamente lo que hizo al examinar el Estatut.
La Constitución definió perfectamente los instrumentos imprescindibles para que el Ejecutivo y el Legislativo estatales puedan hacerse cargo de la unidad y la solidaridad entre los pueblos de España. Si el Tribunal Constitucional hubiera confirmado sin reservas ciertos condicionantes sobre la política presupuestaria del Estado y ciertas competencias fiscales establecidas en la nueva hornada de Estatutos, habríamos entrado en un terreno confederal ajeno a las previsiones constitucionales.
Estoy convencido que una comunidad humana de base territorial que decida y persista en tener su propio Estado tiene derecho a conseguirlo. Es una cuestión de voluntad política y derechos democráticos. El derecho a la independencia no proviene de ningún pedigree, ni de una epopeya fundacional. Lo adquiere la voluntad decidida de un pueblo.
Un Estado no es un juguete. De su integridad o desmembración no se debe hablar con términos melifluos, como para restarle importancia. Estos asuntos, con la carga emocional que arrastran, se sabe cómo empiezan pero no cuándo ni cómo terminan, ni cuál es su precio.
Ahora bien: no se puede obligar a los demás pueblos de España ni a sus ciudadanos a aceptar un modelo de convivencia basado en la desigualdad de derechos, ni en sofisticadas teorías de la asimetría que, por cierto, no tienen base constitucional.
Cataluña tiene derecho a separarse. También a discutir el monto de la solidaridad, no el concepto. A partir de ahí, de la evaluación constante del sistema y de la exigencia de transparencia, podemos todos entendernos. A partir de la idea de que España no es una mera fórmula transitoria. Y a partir de la idea de que todos los ciudadanos y pueblos de España, sean cuales sean sus blasones, somos sustancialmente iguales en derechos y deberes.
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