jueves, 3 de noviembre de 2011

LAS CAÑAS SE HAN VUELTO LANZAS

Es una prioridad de la izquierda. Incluso de la que está en gobiernos que han adoptado recortes en derechos sindicales y sociales, “obligados por los mercados”.

La estabilidad de la democracia y el establecimiento de los mecanismos del Estado Social, indisociablemente relacionados, ha tenido como fundamento una larga etapa de crecimiento de la economía, unos sistemas tributarios con finalidad redistributiva y la disposición de un excedente económico que ha contribuido a amortiguar la conflictividad social, a través del reconocimiento y la garantía de derechos sociales.

Esa economía en crecimiento y la obtención de ese excedente, del que han disfrutado los países desarrollados, se han basado en unas relaciones de intercambio profundamente injustas con los países “en vías de desarrollo”, a los que se han impuesto -a través de todas las variables del neocolonialismo y de sistemas políticos autoritarios y corruptos- modelos de desarrollo dependientes, profundamente contrarios a sus intereses nacionales y al aprovechamiento racional de sus riquezas naturales.

Sin embargo las cañas se han vuelto lanzas. La liberalización del tráfico de capitales y del comercio (del GATT a la OMC); el acceso, junto a la inversión extranjera, a tecnología avanzada; la cualificación creciente de su población activa, fruto de sistemas educativos cada vez más eficientes, y los bajos costes laborales y fiscales, garantizados en muchos países por sistemas políticos no democráticos, han trastocado el panorama: en el amplio campo del tercer mundo han surgido países emergentes, de economías prósperas y alta productividad, cuya balanza exterior tiene un marcado signo positivo. Esto implica altas tasas de ahorro y acumulación de capitales.

En realidad, todo esto forma parte de los efectos a largo plazo del proceso de liberación de los pueblos colonizados, que experimentó una fase de gran intensidad a partir de los años cincuenta del pasado siglo. Muchos países que alcanzaron la independencia quedaron sometidos a nuevos mecanismos de dependencia neocolonial. Otros sucumbieron a un naufragio de sus Estados recién estrenados, carentes de una base poblacional suficientemente cohesionada como consecuencia de unas fronteras geométricamente trazadas por sus antiguos amos, que aglomeraban en su interior tribus y culturas diferentes y hasta hostiles entre sí. Otros fracasaron por la incapacidad y la corrupción de sus élites. Y en todos esos casos, los resultados del desmoronamiento de sus sistemas políticos, diseñados a imitación de los Estados-Nación occidentales, han sido descomposición social, enfrentamientos étnicos, miseria, un neofeudalismo armado hasta los dientes por las antiguas potencias o por los intereses económicos de las multinacionales y todas las variantes que van desde el Estado- fracasado hasta el Estado-delincuente.

Sin embargo, otros países, con envergadura continental en algunos casos, han ido logrando asir las riendas de su propio destino, aprovechar todos los factores favorables a su alcance y protagonizar un cambio en el liderazgo de una economía globalizada, origen y escenario de esta Crisis que en la vieja Europa y Estados Unidos se califica de global, pero en cuyo epicentro están sus propias economías.

Los países desarrollados han contemplado como se deterioraba su sector exterior y, en consecuencia, sus economías empezaban a registrar tasas de ahorro negativo y a depender de financiación externa para mantener la actividad y el crecimiento. Se han convertido en países deudores. Es esta circunstancia la que explica la desconfianza de los “mercados”. Aunque mantengan relativamente controlado el déficit y la deuda pública (caso de España, Alemania o Francia, medidos como porcentaje del PIB), que tenderán a ir creciendo en la medida que se pretenda mantener el gasto social en un escenario de crisis económica -sin atreverse a subir los impuestos sobre las rentas y patrimonios más elevados- y con un balanza exterior deficitaria, las dificultades para hacer frente al endeudamiento de sus economías es perfectamente previsible.

He leído con muy buen feeling los planteamientos y propuestas neokeynesianas de Stiglitz y Krugman, sus críticas a las actuaciones del FMI en reiteradas actuaciones de crisis, como la de las economías emergentes asiáticas a finales de los 90, y al “fanatismo del dolor” de las autoridades del Banco Central Europeo. Pero tengo la impresión, probablemente por mi escasa formación económica, de que afrontar la crisis a través de estímulos a la demanda, en una economía definitivamente globalizada, sólo resultaría eficaz si se pudiera gestionar la demanda a escala global. Cosa simplemente imposible mientras no existan mecanismos de gobierno económico y político a esa escala.

Por varias razones. En primer lugar, porque ya es definitivamente inviable volver a cualquier estrategia proteccionista en cualquiera de sus variables: desde el mercantilismo a la sustitución de importaciones. Ya no es posible reconstruir, si el objetivo es mantener el desarrollo alcanzado por sus economías y el bienestar del que han venido disfrutando sus ciudadanos, circuitos económicos nacionales o supraestatales, como el de la U.E., o el espacio euroamericano que sugiere López Garrido, replegados sobre sí mismos y cuya relación con el exterior fuera ventajosa gracias al auxilio del proteccionismo, del monopolio tecnológico o simplemente del imperialismo. Aunque esta última tentación, la de imponer sus intereses por la fuerza o con la amenaza de las armas, siempre ha estado presente cuando una potencia ha entrado en declive económico pero aún conserva influencia política o supremacía militar.

Creo que, tras el crack de 1929 y la Gran Depresión, el éxito de la estrategia keynesiana fue posible por diversos factores que ahora no se dan o, simplemente, sería catastrófico que volvieran a darse. Entre aquéllos yo subrayaría que, una vez reactivada la maquinaria de lo que entonces eran las economías más avanzadas con la ayuda de estímulos públicos, su liderazgo y las ventajosas condiciones de intercambio con el resto de las economías quedaban garantizados por su ventaja tecnológica y por su hegemonía política. Entre éstos, la guerra y los efectos del gigantesco esfuerzo económico que exigió.

Ya no es posible, siquiera, imponer condiciones comerciales favorables a los intereses de las economías occidentales a través de una demostración de poderío, en la versión clásica de la diplomacia de cañoneras, como en los tiempos de la Guerra del Opio (1839), del bloqueo anglofrancés del Río de La Plata (1845) o del bombardeo de Puerto cabello y La Guaira por las flotas alemana, inglesa, española, italiana y portuguesa (1902), o a través de fórmulas más actuales y más sutiles.

Por otro lado, hay instrumentos de política económica que han quedado muy debilitados: la política arancelaria y el sistema tributario. Aquélla, por la liberalización comercial. Ésta por la liberalización de la circulación de capitales. Los sistemas fiscales, allí donde habían alcanzado cotas significativas de progresividad y resultaban eficaces como herramienta de política económica y de redistribución de la renta, experimentan una equiparación a la baja. El riesgo de la deslocalización de inversiones y de la “fuga” de capitales sirve de coartada a la hora de descrestar la fiscalidad sobre las rentas del capital (y sobre las rentas del trabajo de los profesionales y ejecutivos mejor pagados) y de ir recortando derechos laborales duramente conquistados.

Por eso creo que las políticas de estímulo a la demanda, ante la imposibilidad de su gestión global, sólo pueden tener cierta eficacia frente a la crisis en aquéllas economías que presenten un balance exterior positivo y con el límite absoluto del mismo. Tengo la impresión de que esto lo saben muchos, pero casi nadie lo reconoce. Por eso, la continuidad del Estado de bienestar está seriamente amenazada. La amenaza no es coyuntural, sino de fondo, estructural.

La experiencia ha demostrado la falacia del mantra neoconservador sobre la reducción de impuestos a los más ricos como estímulo a la inversión. De forma que, si algunos beneficios fiscales pueden servir de estímulo para la demanda interna serán precisamente los que incrementen la capacidad adquisitiva de las familias con niveles de ingresos medio-bajos y los que suavicen la fiscalidad de las pymes: aquéllas intentarán atender sus necesidades básicas o recuperar su nivel de vida de antes de la crisis y éstas mantener la actividad y el empleo. Por lo demás, la recuperación de la progresividad de los tributos contribuirá al equilibrio de las cuentas públicas, permitirá a los poderes públicos mejorar su capacidad de inversión y el mantenimiento del gasto social, evitando lo que está ocurriendo en vivo y en directo: que las consecuencias de la crisis estén recayendo sobre los sectores sociales que no son sus causantes.

De todas formas, cuando leo la insistencia con que Krugman plantea que la economía necesita desesperadamente un remedio a corto plazo, recuperación rápida, lo que conllevaría por el momento más gasto gubernamental, no puedo dejar de pensar que la estrategia que tuvo éxito, y no sólo a corto plazo, frente a la crisis desencadenada por el crack de 1929, hoy tropezaría con un escenario de relaciones económicas entre el ámbito euronorteamericano, por un lado, y el de los países emergentes que no tiene nada que ver con el de entonces. Y que, más allá del corto plazo, dificulta la viabilidad de combatir la crisis con fórmulas keynesianas de estímulo de la demanda incrementando la inversión y el gasto público.

No hay comentarios:

Publicar un comentario