El discurso de Paulino Rivero, si es que podemos denominar así a la nueva ración de brebaje de palabras que hizo tragar a juro a quienes asistieron al acto convocado con el pretexto de la efemérides constitucional, vuelve a demostrar que quienes se han acostumbrado a manipularlo todo ni se paran en mientes ni pueden con su condición. Me alegro de no haber ido a un acto partidista de ATI-Coalición Canaria, que sólo ha contado con la complicidad de un PP grogui. Y de nadie más. Porque quienes escribieron la alocución leída por Paulino Rivero están ideológicamente -es un decir- en el mismo lugar que la famosa ponencia del pasado congreso de Coalición Canaria, de la que han renegado más veces que un San Pedro desde que les reconoció la querencia soberanista el centurión no de Roma, sino de Génova (al fin y al cabo, itallicae civitates ambas).
La piedra de toque de todo este borbotón de palabras -que manejan con la misma destreza que aquel soldado de Pancho Villa que apretó el gatillo de la ametralladora de paquete, sin saber cómo funcionaba- es la tozudez de negarle a España cualquier sustancia propia, cualquier entidad sociológica, histórica, cultural, en fin, política, que sólo le reconocen enfáticamente a Canarias. España es, para los vates de este nacionalismo recién inventado, un Estado sin alma, un mero tinglado de poder, una "potente maquinaria propagandística con la finalidad de someternos a las características e idiosincrasia de lo que denominan sentimiento nacional [español, se entiende]".
Los escribidores del alegato de Rivero se prodigan utilizando, esta vez sí, un sinnúmero de veces el nombre de España. Pretenden, a fuerza de repetirlo sin ton ni son, aturdir a la respetable audiencia a base de reiterar un concepto vacío, una cáscara hueca. Consideran España una mera suma o yuxtaposición de pueblos y territorios. Y nada más. Niegan a la ciudadanía española cualquier vínculo de identificación o de sentimiento de pertenencia que no sea con su propia comunidad territorial, región o nacionalidad, lo único real. Hablan, por eso, de España plural. Omiten que la Constitución define a España, simultáneamente, como una y plural. Y que es en esa complejidad donde radica el fundamento de la solidaridad y del deber del Gobierno de España de corregir los desequilibrios territoriales. Y, a continuación -y sin vaselina-, se autoproclaman leales a la Constitución.
¿Les resultará imposible de entender que la primera decisión fundamental de los constituyentes consistió en reconocerle a España la entidad histórica, cultural, sociológica, su carácter de comunidad política, la consistencia de país suficiente como para constituirse en Estado, para continuar siendo el Estado que se fraguó durante siglos?
En el plano meramente argumental, ¿no se dan cuenta de que los argumentos que emplean para considerar a Canarias una nación o nacionalidad, con mucho mayor fundamento, son aplicables a España? ¿Ni que cuando manejan determinadas razones para negarle a España su condición de nación, esas mismas razones les llevarían a fortiori a negársela a Canarias?
A partir de esas premisas habituales, los vates de Coalición Canaria -imitando los modismos de otros nacionalismos peninsulares- se desparraman con deleite en una serie de elucubraciones con las que se han ido familiarizando, aderezadas con algunas novedades: consideraciones sobre el ser nacional -"ser canario es ser isleño"- y la madurez adquirida por el pueblo canario; necesidad de "apuntalar una España en la que tengan cabida las diferencias..." (una España desvencijada a partir del trasplante de reflexiones orteguianas, fruto de otra época); renovar el sentimiento constitucional colectivo mediante la reforma de la Constitución -como si fuera un dato indiscutible que ese sentimiento está exánime y marchito-; la necesidad de un proceso que desemboque en un modelo de Estado avanzado, y de una nueva transición que nos acerque normativamente al siglo XXI; apelaciones a la evolución natural de los pueblos, condenas sin paliativos a una España de dos velocidades, con ciudadanos de primera o de segunda en función del territorio al que pertenezcan, y -cómo no!- reiteración de la cantaleta de que Europa se ha adelantado al Estado español al consagrar la ultraperifericidad de Canarias como un concepto político... En fin, una considerable ración de afrecho intelectual que el presidente del Gobierno nos ha brindado representándose a sí mismo, en un evento en el que debió representarnos a todos.
Ni una sola mención, a la hora de hablar del tema preferido -la reforma del Estatuto de Autonomía- en el que se refugian para que no se hable de este deteriorado Gobierno, de que Canarias necesita mejorar notablemente la calidad democrática de su autogobierno. Ninguna referencia a las truculencias del sistema electoral al Parlamento de Canarias, piedra angular del régimen ATI-PP. Nada sobre establecer en el Estatuto garantías suficientes para que los órganos de fiscalización y control, como la Audiencia de Cuentas y el Consejo Consultivo, esenciales para lograr los equilibrios tan consustanciales a la democracia, no sean colonizados por el Gobierno de turno. Ni pío sobre cómo evitar que los medios de comunicación de titularidad autonómica sigan siendo lo que son: agencias de propaganda oficialista, donde los censores campan a sus anchas.
Las variaciones sobre un mar que nos une y no un mar que nos separa, pronunciadas por quien no ha tenido el coraje de plantarle cara a los editoriales que corroen y emponzoñan la convivencia y el sentido de unidad entre los canarios, suenan a farsa.
Somos muchos canarios los que sentimos tanto la canariedad como nuestra pertenencia a la comunidad de los pueblos hispanos, nuestra condición española, europea, y reivindicamos nuestro derecho a administrar nuestras lealtades, como un ingrediente esencial de la libertad. Y reivindicamos el pluralismo de la sociedad canaria, en el campo de las ideas y en el de los intereses sociales, que algunos pretenden negar con una jerigonza pseudonacionalista, para difuminar qué idea de Canarias tienen y a qué intereses económicos y sociales representan realmente.
Y somos muchos también los que creemos que la Constitución Española no es un tótem, ni un amuleto, sino el fruto de un pacto de convivencia entre las personas y los pueblos de un país, España, sin el que nos resulta ininteligible el pasado y el presente de Canarias. Y, hasta donde la vista de uno llega, su futuro. Y todo ello, al margen de las formas políticas que vaya adoptando en el marco de la democracia y de las libertades, que la Constitución por fin ha consagrado. Porque las formas de Estado, y hasta la propia existencia de un Estado concreto, no son producto de la naturaleza, sino de la historia. Así que larga vida a la Constitución de l978, treinta años después.
La piedra de toque de todo este borbotón de palabras -que manejan con la misma destreza que aquel soldado de Pancho Villa que apretó el gatillo de la ametralladora de paquete, sin saber cómo funcionaba- es la tozudez de negarle a España cualquier sustancia propia, cualquier entidad sociológica, histórica, cultural, en fin, política, que sólo le reconocen enfáticamente a Canarias. España es, para los vates de este nacionalismo recién inventado, un Estado sin alma, un mero tinglado de poder, una "potente maquinaria propagandística con la finalidad de someternos a las características e idiosincrasia de lo que denominan sentimiento nacional [español, se entiende]".
Los escribidores del alegato de Rivero se prodigan utilizando, esta vez sí, un sinnúmero de veces el nombre de España. Pretenden, a fuerza de repetirlo sin ton ni son, aturdir a la respetable audiencia a base de reiterar un concepto vacío, una cáscara hueca. Consideran España una mera suma o yuxtaposición de pueblos y territorios. Y nada más. Niegan a la ciudadanía española cualquier vínculo de identificación o de sentimiento de pertenencia que no sea con su propia comunidad territorial, región o nacionalidad, lo único real. Hablan, por eso, de España plural. Omiten que la Constitución define a España, simultáneamente, como una y plural. Y que es en esa complejidad donde radica el fundamento de la solidaridad y del deber del Gobierno de España de corregir los desequilibrios territoriales. Y, a continuación -y sin vaselina-, se autoproclaman leales a la Constitución.
¿Les resultará imposible de entender que la primera decisión fundamental de los constituyentes consistió en reconocerle a España la entidad histórica, cultural, sociológica, su carácter de comunidad política, la consistencia de país suficiente como para constituirse en Estado, para continuar siendo el Estado que se fraguó durante siglos?
En el plano meramente argumental, ¿no se dan cuenta de que los argumentos que emplean para considerar a Canarias una nación o nacionalidad, con mucho mayor fundamento, son aplicables a España? ¿Ni que cuando manejan determinadas razones para negarle a España su condición de nación, esas mismas razones les llevarían a fortiori a negársela a Canarias?
A partir de esas premisas habituales, los vates de Coalición Canaria -imitando los modismos de otros nacionalismos peninsulares- se desparraman con deleite en una serie de elucubraciones con las que se han ido familiarizando, aderezadas con algunas novedades: consideraciones sobre el ser nacional -"ser canario es ser isleño"- y la madurez adquirida por el pueblo canario; necesidad de "apuntalar una España en la que tengan cabida las diferencias..." (una España desvencijada a partir del trasplante de reflexiones orteguianas, fruto de otra época); renovar el sentimiento constitucional colectivo mediante la reforma de la Constitución -como si fuera un dato indiscutible que ese sentimiento está exánime y marchito-; la necesidad de un proceso que desemboque en un modelo de Estado avanzado, y de una nueva transición que nos acerque normativamente al siglo XXI; apelaciones a la evolución natural de los pueblos, condenas sin paliativos a una España de dos velocidades, con ciudadanos de primera o de segunda en función del territorio al que pertenezcan, y -cómo no!- reiteración de la cantaleta de que Europa se ha adelantado al Estado español al consagrar la ultraperifericidad de Canarias como un concepto político... En fin, una considerable ración de afrecho intelectual que el presidente del Gobierno nos ha brindado representándose a sí mismo, en un evento en el que debió representarnos a todos.
Ni una sola mención, a la hora de hablar del tema preferido -la reforma del Estatuto de Autonomía- en el que se refugian para que no se hable de este deteriorado Gobierno, de que Canarias necesita mejorar notablemente la calidad democrática de su autogobierno. Ninguna referencia a las truculencias del sistema electoral al Parlamento de Canarias, piedra angular del régimen ATI-PP. Nada sobre establecer en el Estatuto garantías suficientes para que los órganos de fiscalización y control, como la Audiencia de Cuentas y el Consejo Consultivo, esenciales para lograr los equilibrios tan consustanciales a la democracia, no sean colonizados por el Gobierno de turno. Ni pío sobre cómo evitar que los medios de comunicación de titularidad autonómica sigan siendo lo que son: agencias de propaganda oficialista, donde los censores campan a sus anchas.
Las variaciones sobre un mar que nos une y no un mar que nos separa, pronunciadas por quien no ha tenido el coraje de plantarle cara a los editoriales que corroen y emponzoñan la convivencia y el sentido de unidad entre los canarios, suenan a farsa.
Somos muchos canarios los que sentimos tanto la canariedad como nuestra pertenencia a la comunidad de los pueblos hispanos, nuestra condición española, europea, y reivindicamos nuestro derecho a administrar nuestras lealtades, como un ingrediente esencial de la libertad. Y reivindicamos el pluralismo de la sociedad canaria, en el campo de las ideas y en el de los intereses sociales, que algunos pretenden negar con una jerigonza pseudonacionalista, para difuminar qué idea de Canarias tienen y a qué intereses económicos y sociales representan realmente.
Y somos muchos también los que creemos que la Constitución Española no es un tótem, ni un amuleto, sino el fruto de un pacto de convivencia entre las personas y los pueblos de un país, España, sin el que nos resulta ininteligible el pasado y el presente de Canarias. Y, hasta donde la vista de uno llega, su futuro. Y todo ello, al margen de las formas políticas que vaya adoptando en el marco de la democracia y de las libertades, que la Constitución por fin ha consagrado. Porque las formas de Estado, y hasta la propia existencia de un Estado concreto, no son producto de la naturaleza, sino de la historia. Así que larga vida a la Constitución de l978, treinta años después.
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