Me quedo perplejo del descaro con
el que algunos, por ejemplo el presidente del Gobierno de Canarias, hacen estos
días un llamamiento contra la
corrupción. Es fácil hacerlo. Las gentes del mundo hispano somos muy dados a
enarbolar grandes ideas y proclamas así, en abstracto. Tanto como proclives a
hacer la vista gorda cuando un caso de
corrupción tiene protagonistas a nuestros allegados políticos, amistades…Pero
es entonces, precisamente entonces, cuando la tolerancia cero contra la
corrupción tiene su test, su prueba de esfuerzo.
Lo mismo ocurre con quienes
aspiran, en el rinconcito más secreto de su corazón, a codearse con los
poderosos, a ser considerado “alguien” por los círculos más influyentes del
dinero o del poder.
Es fácil denunciar la corrupción
en abstracto o rasgarse las vestiduras ante escándalos de corrupción aflorados en otros lares. Tanto como difícil
es combatirla cuando la corrupción tiene señas, caras, datos…que corresponden a
personajes del medio donde uno vive.
Siempre lo es porque son personas, uno los conoce, o a sus familias, y sabe que
va a tener que convivir con ellos. Y más difícil aún si manejan resortes de
poder o de influencia en la opinión pública, que pueden usar para lograr la
impunidad o, simplemente, para vengarse.
Es cierto que, desde el punto de
vista personal todos tenemos derecho a la buena reputación. Y, desde el punto
de vista jurídico, a la presunción de
inocencia: a no ser condenados sin un juicio justo y sin pruebas. Pero
quienes desde las responsabilidades de
gobierno defraudan lo hacen con
alevosía, porque se convierten en agresores de lo que han jurado defender: el
bien común, los intereses públicos, que quedan así completamente inermes, indefensos.
La desmoralización que produce entre los
ciudadanos la comprobación de indicios serios de corrupción en las
Instituciones es incalculable, como lo es el deterioro del prestigio de la
actividad política. Por eso la presencia en la vida democrática de personas
sobre las que recaen graves indicios de
corrupción es injustificable. Y produce a la democracia, más que a ningún otro
sistema político, un efecto devastador.
Las utopías autoritarias, de
cualquier signo, han coincidido en proponer que la finalidad del sistema de
gobierno es transformar la condición humana, crear el nuevo hombre. Al socaire
de ideal se han cometido las más graves agresiones a la libertad y a la
dignidad humana.
Por el contrario, las
concepciones de matriz más liberal y linaje anglosajón se han contentado con
algo más práctico: proveer al sistema de gobierno de garantías eficaces frente
a los defectos más frecuentes de la condición humana, como la violencia, la
corrupción, el abuso de poder…
Y como ninguno estamos
definitivamente vacunados contra la corrupción y los placeres que el dinero
proporciona, lo más saludable para una sociedad es que existan mecanismos para
prevenirlos o sancionarlos: independencia de los jueces y, sobre todo, la
existencia de una opinión pública libre y la posibilidad real de echar a un
mal gobernante mediante el voto. Por eso
los corruptos, desde la antigüedad hasta hoy, siempre reaccionan igual:
presionando a los jueces y tratando de
secuestrar (o lográndolo efectivamente) la libertad informativa.
¿Les suena a algo? Pues si les
suena, que quede claro: cualquier parecido con la realidad, con la de aquí, con
la nuestra, la de Canarias, es pura coincidencia.
A pesar de los pesares, siguen
teniendo a mi juicio plena vigencia las afirmaciones de Hermann Heller, en
¿Estado de derecho o Dictadura? (1929), en plena ofensiva del nazismo: “Sería
erróneo creer que la corrupción sea más reducida en la dictadura que en la
democracia. Justamente sucede lo contrario. También en este punto es el Estado
democrático de Derecho mejor de lo que parece y la Dictadura --al menos desde lejos-- parece mejor de lo que es”.
Santiago Pérez
La Laguna, 31 de enero de 2013, día del barcenazo