El constitucionalismo es fruto de una corriente de pensamiento que pretende el control y la limitación del poder político por medio del derecho. En la cultura occidental tiene hondas raíces. Ni surgió súbitamente, ni es fruto de un descubrimiento genial.
En Europa continental, la aspiración del constitucionalismo durante gran parte del siglo XX ha sido la de consolidar la Constitución como norma jurídica, no como un mero documento político y programático: la Norma Fundamental del ordenamiento jurídico de un país. Ni ha sido tarea fácil, ni está nunca del todo culminada.
El carácter de norma fundamental no es caprichoso. Está basado en que el procedimiento para aprobar la Constitución y su contenido realzan que estamos en presencia de un gran acuerdo social y político que funda, o refunda, el modelo de sociedad, el fundamento y el funcionamiento del poder político sobre valores de libertad (aportación del liberalismo político) y de solidaridad (aportación del socialismo y origen del Estado Social).
Su condición de Ley, y de Ley Fundamental, viene garantizada por técnicas y mecanismos jurídicos al servicio de la rigidez de la Constitución y del control de la constitucionalidad de las Leyes, para evitar su modificación por el legislador ordinario.
Pero esos mecanismos y garantías jurídicas no se sustentan solos, ni actúan alimentados por una desconocida fuente de energía. Son imprescindibles, pero no suficientes. Necesitan de una correlación de fuerzas en la sociedad que los respalde. De una ciudadanía convencida de que sobre estos valores y estos conceptos y mecanismos jurídicos se asienta la mejor forma de convivencia, el mejor modelo de sociedad.
La Constitución de 1978 consagró importantes acuerdos para resolver asuntos y tensiones que han desgarrado la sociedad española prácticamente desde siempre. Autoritarismo-libertad (histórica y simbólicamente identificado con la contraposición monarquía-república), centralismo-federalismo (con su trasfondo de unidad y uniformismo frente a diversidad territorial), confesionalidad o laicismo de la sociedad y del Estado y, por fin, esa fórmula de equilibrio entre capital y trabajo que ha pretendido lograr el Estado Social, allí donde por determinados factores ha resultado viable: en realidad muy pocos países, y no durante demasiado tiempo, a lo largo y ancho del mundo.
Por todo eso es tan importante preservar la auctoritas de la Constitución: esa especie de fuerza moral que apuntala su aplicación efectiva y su capacidad para ordenar el funcionamiento de la sociedad.
La reforma de la Constitución requiere toda una liturgia, un procedimiento diferente al que se utiliza para aprobar y modificar las Leyes que regulan la realidad económica, social y política de un Estado en el marco fijado por la Constitución. Esa liturgia no es sólo jurídica, sino política. Es una liturgia de convocatoria y debate entre los ciudadanos, frecuentemente culminada con votación en Referéndum.
Por todo eso, improvisar una Reforma constitucional, en un clima de legislatura agonizante, tratando de quitar trascendencia a su objeto con la finalidad de ahorrar participación ciudadana y referéndum, es darle un golpe bajo a la Constitución y a lo que representa.
Estoy convencido de que la Reforma que proponen Zapatero y Rajoy, bajo la mirada de gran-germana de Merkel, afecta la soberanía popular y a la igualdad, principios que inspiran el Estado democrático y social, aspectos fundamentales del modelo de organización del poder, de la sociedad, y de las relaciones entre ambos, que consagra la Constitución Española.
Si estoy en lo cierto, el debate sobre la Reforma constitucional y el procedimiento para tramitarla tiene una trascendencia que no puede ser ocultada. De ahí la gravedad de lo que intentan sus promotores.
Además, si se reforma en un abrir y cerrar de ojos y sin referéndum, como pretende, se habrá establecido un importante precedente. La limitación y control del poder político es la finalidad titánica del Constitucionalismo. Es, en realidad, tarea primordial de la Civilización. El poder, hasta en sus más toscas manifestaciones, lleva en su ADN la resistencia a todo tipo de control. De ahí la importancia de todo precedente: de los que refuerzan la autoridad de la Constitución y de los que la devalúan. Que es el caso que no ocupa.
Mejor lo explico con un ejemplo. El artículo que se va a modificar, el 135, no forma parte del núcleo duro de la Constitución, que está protegido por el procedimiento agravado de Reforma que requiere aprobación inicial, disolución de las Cortes y elecciones, aprobación por la nueva legislatura (todo con quórums reforzados) y referéndum. Pero su nuevo contenido si afecta al principio democrático y a la cláusula del Estado social, que sí están superprotegidos como todos los preceptos del Título Preliminar.
Con este precedente, quién podría impedir que se revisara en un futuro, lejano o cercano, el Título VIII de la Constitución por el mismo procedimiento de Reforma “simplificado” que pretenden utilizar ahora, sin disolución de la legislatura, ni elecciones, ni referéndum, para poner en marcha una orientación neocentralizadora de la organización territorial del Estado, por la que suspiran desde siempre tantos sectores de una envalentonada derecha.
Porque, a fin de cuentas, el Título VIII tampoco está superprotegido. Aunque el Estado de las Autonomías tenga su regulación constitucional en ese Título, su fundamento está en el artículo 2, del Título Preliminar, que reconoce el derecho de autonomía a nacionalidades y regiones y el principio de solidaridad entre ellas. Es una posibilidad prácticamente superponible a la Reforma anunciada. ¿O no?
En la política, como en la vida, es peligroso quedarse sin argumentos. Los que proponen esta Reforma y quienes la acepten sin rechistar. ¿Cómo se las arreglarían para explicar que esta Reforma SÍ, a pesar de su carácter involutivo democrática y socialmente, y en un futuro oponerse a otra del mismo calado, por el mismo procedimiento y sin referéndum?