La enmienda número 132, firmada por Oramas y Zaplana, pretende modificar en el Congreso de los Diputados el acuerdo aprobado por el Parlamento de Canarias para rebajar las barreras electorales antidemocráticas que Coalición Canaria y Partido Popular impusieron en las Cortes Generales en 1996. La derecha canaria quiere mantener intacto un sistema electoral que le beneficia. Me ha impactado el desparpajo con el que han presentado la enmienda. Y mucho más, los permanentes intentos de ponerla en sordina aquí, en Canarias. Soy un decidido partidario del autogobierno de las Islas. Hay razones más que sobradas para que los canarios aspiremos a tomar las riendas de nuestros asuntos. Siempre lo he creído intelectualmente y lo he sentido afectivamente. Pero con la misma convicción me he opuesto a que una oligarquía suplante al pueblo de las Islas en el ejercicio del autogobierno.
No entiendo a Canarias, como no entiendo a España -ni les profesaría la lealtad que les profeso- sin democracia. Por eso mantengo una diferencia inconciliable con quienes se embriagan de Canarias y de canariedad y pretenden, al tiempo, arrebatar a los canarios la plenitud democrática. El sistema electoral vigente forcejea contra el valor igual del voto y, además, contiene una nueva modalidad de sufragio censitario: pueden votar ciento cincuenta mil canarios y, después, se tira su voto a la basura. Se les impide el derecho al voto cortocircuitando la posibilidad de contabilizarlo en el reparto de escaños.
Con el paso de los años he aprendido a identificar y a administrar mis lealtades. Y a saber impedir que alguien me las imponga. Las defino yo. Me basto solo. Y animo a cada canario a hacer lo mismo por su cuenta. He estudiado durante años, como simple profesor universitario de provincias, conceptos como soberanía, independencia, autonomía, federalismo... Y me he tomado interés en estudiar su génesis, al calor de los hechos históricos, porque considero que no hay otra forma de entenderlos cabalmente.
El poder de príncipes y monarcas europeos aspiró durante siglos a librarse de la influencia de otras instancias con pretensiones universalistas: el Papado y el Sacro Imperio. Y a imponer su autoridad sobre la de los señores feudales en cada reino. Y sobre las emergentes élites urbanas, aliadas circunstanciales de los príncipes. La soberanía fue configurándose como un atributo del poder monárquico desde finales del medioevo y a lo largo de la Edad Moderna: independencia frente al exterior y supremacía hacia el interior del reino la definían. Los reyes y príncipes ayudaron a ir afianzando las nociones de reino y nación definiéndolas, con ropaje aristotélico, como sociedades perfectas que no necesitaban buscar fuera de sí mismas la justificación de su existencia ni el fundamento del poder de sus gobernantes, los propios monarcas. La consolidación del Estado como organización política posibilitó la transferencia del concepto de soberanía al propio Estado.
Los tiempos de la Ilustración, de las Revoluciones burguesas, del liberalismo político y, finalmente, de la democracia acabaron relacionando la idea de soberanía con la comunidad política organizada en Estado, en la que radica el fundamento del poder estatal: la soberanía se atribuirá a la nación y posteriormente al pueblo, que la ejercerá a través del sufragio universal y de la democracia. He leído los documentos más importantes de la independencia de los países del hemisferio americano, los acontecimientos históricos que la hicieron posible y los hechos posteriores que hicieron naufragar el noble ideal de liberación nacional: desde los lazos neocoloniales tejidos por el Imperio británico -que llegaron a controlar las finanzas, las principales infraestructuras e imponer la vigencia del derecho y tribunales ingleses en todo lo relacionado con sus agentes comerciales, es decir a ejercer prerrogativas propias de la soberanía en aquellos países- desde Cartagena de Indias al Río de La Plata, hasta las acciones de los gringos en Centroamérica esgrimiendo e imponiendo a los demás la soberanía limitada. La ecuación independencia es igual a soberanía ha sido, por lo general, desmentida por la realidad.
Hoy más que nunca. A pesar de ello, en la mentalidad social ha estado muy establecida la idea de que constituirse en Estado independiente es la mejor fórmula de que un reino, un país o cualquier comunidad territorial ejerzan y aseguren el derecho a gobernarse por sí mismos, a la soberanía. En el panorama y en la teoría actual de las relaciones internacionales, la sociedad internacional no es sólo la que forman las relaciones interestatales, ni son los Estados y las Organizaciones Internacionales sus únicos protagonistas.
La realidad internacional tiene una creciente dimensión transnacional en la que grandes empresas, asociaciones no gubernamentales, entidades territoriales de ámbito inferior al Estado y hasta destacadas personalidades son sujetos muy activos. E influyen, por tanto, en la configuración de la agenda global o en las agendas regionales para acomodarlas a sus propuestas, valores o intereses. Más pronto que tarde, como siempre acaba ocurriendo, el Derecho Internacional acabará reconociéndoles su propio estatus jurídico. Las Comunidades Autónomas que tienen la necesidad y la vocación de hacerlo, como Canarias, tienen muy amplias perspectivas para su proyección exterior. Y la España autonómica no lo impide. Al contrario, la puede favorecerla.
La conquista de Canarias y su incorporación a los dominios de la Corona de Castilla estuvo fundada durante siglos en principios de dominación. No existían aquí instituciones, ni leyes sustancialmente distintas a las vigentes en los territorios peninsulares integrados en el mismo Reino. Aunque, como en la América española, las necesidades del poblamiento y de la gobernación de territorios lejanos hicieron nacer un acervo propio en el perfil de sus administraciones y en el desarrollo y aplicación del derecho. Felipe II, en las Ordenanzas del Consejo de Indias (1571), ordenó gobernar los territorios americanos “al estilo y orden... de los Reinos de Castilla y León... en cuanto lo permitiere la diferencia de las tierras y naciones”.
Con el trasfondo de toda esa estela de tradiciones y de ideas conservadoras y autoritarias que tanto han condicionado la historia española, la aprobación de la Constitución de 1978 supuso el inicio de una auténtica refundación del propio concepto de España, de las bases de convivencia de personas y territorios, de su papel en el mundo y de su mismo ser -que es, y no puede dejar de ser, un ser histórico- con las que me identifico intensamente.
No vislumbro otro camino por el que los canarios podamos ejercer espacios de soberanía práctica que a través de nuestra participación en la España autonómica y, formando parte de ella, en la Europa comunitaria. La España actual abre para sus ciudadanos y para sus comunidades territoriales perspectivas emancipadoras. Son el protagonismo compartido, la garantía de los derechos políticos de carácter individual y el desarrollo de los derechos económicos y sociales, el respeto a las diferentes realidades territoriales y los mecanismos de solidaridad los que contienen esa potencia liberadora: de todos, como país, y de cada uno de sus ciudadanos y de sus pueblos.
Entiendo el devenir de un pueblo, su consolidación como tal y el derecho a intervenir, influir y decidir sobre sus asuntos como un proceso evolutivo. La España democrática y federal, pues no otra cosa es el Estado de las Autonomías, es el mejor instrumento y el mejor escenario para el desenvolvimiento de los canarios como pueblo, como un único pueblo. Cinco siglos después de la conquista y es ahora cuando se ha abierto ante las Islas un escenario de dignidad y de oportunidades.
¿Alguien cree de verdad que el desarrollo de nuestra economía, los importantes aportes financieros de la Unión Europea, las ventajas de nuestro régimen económico y fiscal o el diseño de nuestro estatus europeo y del sistema de financiación que tenemos no son el fruto de la comprensión y el respaldo que a nuestras reivindicaciones proporcionan las instituciones españolas? Considerar un fracaso para Canarias el sistema político de la España de las Autonomías, como premisa de la proclama independentista, es mero delirio.
Me pregunto si el autor o los autores de editoriales cuya propuesta independentista es tan huérfana de argumentos como excluyente la actitud que la sustenta, me permitirán que defienda mi condición de canario y mi aspiración de que las ideas y valores que estoy expresando, que son compartidos por una gran parte de la sociedad canaria, puedan orientar el rumbo del Archipiélago y de sus instituciones. Y me respondo que somos muchos los que no vamos a permitir que la ignorancia, la manipulación, la xenofobia y su gemelo el pleito insular, el autoritarismo ni los intereses que suelen estar siempre al socaire de estas actitudes vuelvan a campar a sus anchas en estas Islas.
No sacralizo la idea de Canarias, ni de España, ni de Europa, ni siento el menor interés ni la necesidad de jerarquizarlos en mis afectos y lealtades porque me reconozco en ellas y en otros muchos valores y sentimientos de pertenencia. Estoy convencido de que en el presente y en el horizonte de futuro hasta donde llega mi vista, la independencia no ayudaría a Canarias ni a los canarios, a disfrutar de más libertad, ni de más bienestar, ni de más democracia. Por eso, sencillamente por eso -porque también la historia y la dramática realidad contemporánea enseñan que el Estado puede ser un logro civilizatorio fundamental o una escuela de barbarie y que ningún Estado concreto tiene marchamo de eternidad- no soy independentista.
Dedicaré mis desvelos a algo mucho más modesto: tratar de impedir que la derecha canaria perpetúe un sistema electoral que impide al pueblo canario ejercer su autogobierno a través de una democracia que merezca ese nombre. Y mientras no lo consiga, no apoyaré con mi voto dar más poder a una oligarquía que lo ejerce frecuentemente en su propio provecho.
No entiendo a Canarias, como no entiendo a España -ni les profesaría la lealtad que les profeso- sin democracia. Por eso mantengo una diferencia inconciliable con quienes se embriagan de Canarias y de canariedad y pretenden, al tiempo, arrebatar a los canarios la plenitud democrática. El sistema electoral vigente forcejea contra el valor igual del voto y, además, contiene una nueva modalidad de sufragio censitario: pueden votar ciento cincuenta mil canarios y, después, se tira su voto a la basura. Se les impide el derecho al voto cortocircuitando la posibilidad de contabilizarlo en el reparto de escaños.
Con el paso de los años he aprendido a identificar y a administrar mis lealtades. Y a saber impedir que alguien me las imponga. Las defino yo. Me basto solo. Y animo a cada canario a hacer lo mismo por su cuenta. He estudiado durante años, como simple profesor universitario de provincias, conceptos como soberanía, independencia, autonomía, federalismo... Y me he tomado interés en estudiar su génesis, al calor de los hechos históricos, porque considero que no hay otra forma de entenderlos cabalmente.
El poder de príncipes y monarcas europeos aspiró durante siglos a librarse de la influencia de otras instancias con pretensiones universalistas: el Papado y el Sacro Imperio. Y a imponer su autoridad sobre la de los señores feudales en cada reino. Y sobre las emergentes élites urbanas, aliadas circunstanciales de los príncipes. La soberanía fue configurándose como un atributo del poder monárquico desde finales del medioevo y a lo largo de la Edad Moderna: independencia frente al exterior y supremacía hacia el interior del reino la definían. Los reyes y príncipes ayudaron a ir afianzando las nociones de reino y nación definiéndolas, con ropaje aristotélico, como sociedades perfectas que no necesitaban buscar fuera de sí mismas la justificación de su existencia ni el fundamento del poder de sus gobernantes, los propios monarcas. La consolidación del Estado como organización política posibilitó la transferencia del concepto de soberanía al propio Estado.
Los tiempos de la Ilustración, de las Revoluciones burguesas, del liberalismo político y, finalmente, de la democracia acabaron relacionando la idea de soberanía con la comunidad política organizada en Estado, en la que radica el fundamento del poder estatal: la soberanía se atribuirá a la nación y posteriormente al pueblo, que la ejercerá a través del sufragio universal y de la democracia. He leído los documentos más importantes de la independencia de los países del hemisferio americano, los acontecimientos históricos que la hicieron posible y los hechos posteriores que hicieron naufragar el noble ideal de liberación nacional: desde los lazos neocoloniales tejidos por el Imperio británico -que llegaron a controlar las finanzas, las principales infraestructuras e imponer la vigencia del derecho y tribunales ingleses en todo lo relacionado con sus agentes comerciales, es decir a ejercer prerrogativas propias de la soberanía en aquellos países- desde Cartagena de Indias al Río de La Plata, hasta las acciones de los gringos en Centroamérica esgrimiendo e imponiendo a los demás la soberanía limitada. La ecuación independencia es igual a soberanía ha sido, por lo general, desmentida por la realidad.
Hoy más que nunca. A pesar de ello, en la mentalidad social ha estado muy establecida la idea de que constituirse en Estado independiente es la mejor fórmula de que un reino, un país o cualquier comunidad territorial ejerzan y aseguren el derecho a gobernarse por sí mismos, a la soberanía. En el panorama y en la teoría actual de las relaciones internacionales, la sociedad internacional no es sólo la que forman las relaciones interestatales, ni son los Estados y las Organizaciones Internacionales sus únicos protagonistas.
La realidad internacional tiene una creciente dimensión transnacional en la que grandes empresas, asociaciones no gubernamentales, entidades territoriales de ámbito inferior al Estado y hasta destacadas personalidades son sujetos muy activos. E influyen, por tanto, en la configuración de la agenda global o en las agendas regionales para acomodarlas a sus propuestas, valores o intereses. Más pronto que tarde, como siempre acaba ocurriendo, el Derecho Internacional acabará reconociéndoles su propio estatus jurídico. Las Comunidades Autónomas que tienen la necesidad y la vocación de hacerlo, como Canarias, tienen muy amplias perspectivas para su proyección exterior. Y la España autonómica no lo impide. Al contrario, la puede favorecerla.
La conquista de Canarias y su incorporación a los dominios de la Corona de Castilla estuvo fundada durante siglos en principios de dominación. No existían aquí instituciones, ni leyes sustancialmente distintas a las vigentes en los territorios peninsulares integrados en el mismo Reino. Aunque, como en la América española, las necesidades del poblamiento y de la gobernación de territorios lejanos hicieron nacer un acervo propio en el perfil de sus administraciones y en el desarrollo y aplicación del derecho. Felipe II, en las Ordenanzas del Consejo de Indias (1571), ordenó gobernar los territorios americanos “al estilo y orden... de los Reinos de Castilla y León... en cuanto lo permitiere la diferencia de las tierras y naciones”.
Con el trasfondo de toda esa estela de tradiciones y de ideas conservadoras y autoritarias que tanto han condicionado la historia española, la aprobación de la Constitución de 1978 supuso el inicio de una auténtica refundación del propio concepto de España, de las bases de convivencia de personas y territorios, de su papel en el mundo y de su mismo ser -que es, y no puede dejar de ser, un ser histórico- con las que me identifico intensamente.
No vislumbro otro camino por el que los canarios podamos ejercer espacios de soberanía práctica que a través de nuestra participación en la España autonómica y, formando parte de ella, en la Europa comunitaria. La España actual abre para sus ciudadanos y para sus comunidades territoriales perspectivas emancipadoras. Son el protagonismo compartido, la garantía de los derechos políticos de carácter individual y el desarrollo de los derechos económicos y sociales, el respeto a las diferentes realidades territoriales y los mecanismos de solidaridad los que contienen esa potencia liberadora: de todos, como país, y de cada uno de sus ciudadanos y de sus pueblos.
Entiendo el devenir de un pueblo, su consolidación como tal y el derecho a intervenir, influir y decidir sobre sus asuntos como un proceso evolutivo. La España democrática y federal, pues no otra cosa es el Estado de las Autonomías, es el mejor instrumento y el mejor escenario para el desenvolvimiento de los canarios como pueblo, como un único pueblo. Cinco siglos después de la conquista y es ahora cuando se ha abierto ante las Islas un escenario de dignidad y de oportunidades.
¿Alguien cree de verdad que el desarrollo de nuestra economía, los importantes aportes financieros de la Unión Europea, las ventajas de nuestro régimen económico y fiscal o el diseño de nuestro estatus europeo y del sistema de financiación que tenemos no son el fruto de la comprensión y el respaldo que a nuestras reivindicaciones proporcionan las instituciones españolas? Considerar un fracaso para Canarias el sistema político de la España de las Autonomías, como premisa de la proclama independentista, es mero delirio.
Me pregunto si el autor o los autores de editoriales cuya propuesta independentista es tan huérfana de argumentos como excluyente la actitud que la sustenta, me permitirán que defienda mi condición de canario y mi aspiración de que las ideas y valores que estoy expresando, que son compartidos por una gran parte de la sociedad canaria, puedan orientar el rumbo del Archipiélago y de sus instituciones. Y me respondo que somos muchos los que no vamos a permitir que la ignorancia, la manipulación, la xenofobia y su gemelo el pleito insular, el autoritarismo ni los intereses que suelen estar siempre al socaire de estas actitudes vuelvan a campar a sus anchas en estas Islas.
No sacralizo la idea de Canarias, ni de España, ni de Europa, ni siento el menor interés ni la necesidad de jerarquizarlos en mis afectos y lealtades porque me reconozco en ellas y en otros muchos valores y sentimientos de pertenencia. Estoy convencido de que en el presente y en el horizonte de futuro hasta donde llega mi vista, la independencia no ayudaría a Canarias ni a los canarios, a disfrutar de más libertad, ni de más bienestar, ni de más democracia. Por eso, sencillamente por eso -porque también la historia y la dramática realidad contemporánea enseñan que el Estado puede ser un logro civilizatorio fundamental o una escuela de barbarie y que ningún Estado concreto tiene marchamo de eternidad- no soy independentista.
Dedicaré mis desvelos a algo mucho más modesto: tratar de impedir que la derecha canaria perpetúe un sistema electoral que impide al pueblo canario ejercer su autogobierno a través de una democracia que merezca ese nombre. Y mientras no lo consiga, no apoyaré con mi voto dar más poder a una oligarquía que lo ejerce frecuentemente en su propio provecho.